Dormir la siesta y que te asalten las letras.
Apiñadas, desordenadas.
(Que así es como escribo,
casi como vivo.
Así como cocino.)
Recuerdo el día que escribí en mi brazo:
«Yo te amo y eso basta».
El frío que hacía fuera de tus sábanas.
El silencio inusual del patio de luces.
La luz parpadeando en el despertador
y otros veinte detalles que rodearon
de magia aquella situación.
Pero lo que más recuerdo fue el escalofrío
en mi nuca al darme cuenta de que era mentira.
«Yo te amo y eso basta».
Las letras escritas en brazos y pecho
se deslizaron por el desagüe
todas revueltas
tras aquella discusión.
(Cómo me froté con el estropajo
hasta que el rojo de mi brazo era más
intenso que el azul de la tinta).
Porque yo vivía en ‘otra historia’
esa misma que siempre creí
que era la que te había enamorado.
Recuerdo el día en el que
la certeza de que cualquiera
era más apropiada para ti que yo misma
se instaló en mi ideario.
El frío que hacía dentro de mi.
El silencio embustero de la calle principal.
La luz pasando a duras penas
por entre las rendijas de los rotos de la persiana.
Y no me acuerdo de ningún otro detalle
ni existía magia en aquella situación.
Pero lo que más recuerdo es mi esfuerzo
por olvidar la última vez que dibujé
en mi vientre un corazón.
Nunca fue el tuyo.