Nunca sabré lo que intentaba decirme
el pez sin voz que solo hablaba el idioma
omnipotente de nuestra madre la muerte.
(José Emilio Pacheco)
La primera vez que Tristán intentó suicidarse fue en abril. El sol brillaba triste a través de la ventana desvencijada (que golpeteaba sordamente por las noches) y no había pájaros en el horizonte. Tristán se asomó y vio los campos de trigo. Nadie caminaba en las colinas. Parecía una vieja pintura de Morris Graves.
Abril. El intento de suicidio. Tristán aún vivía en la ciudad y acababa de recibir la enésima carta de rechazo. La señora Kawuasimi le envió también la última notificación de desalojo. Triste, pensó que tendría que volver a la casa de sus padres, sin dinero, sin noticias y sin disco. La ciudad lo había mordido, se lo había tragado y después lo había vomitado. A Tristán después de todo eso solo le había quedado la náusea. Y una rabia inmensa.
No recordaba el olor de la vieja casa. No sabía si era la nostalgia la culpable de su sensibilidad o los días que pasó en el hospital, pero el olor a limpio no era uno de sus preferidos. Ahora estaba en el porche de la casa esperando a mamá, quien se secaba las manos atisbando por la ventana. Ella vio la caricatura de un músico con menos pelo y más barba; delgado, casi desnutrido. Observó la guitarra, muy gastada, una bolsa de plástico con algunas pertenencias y la mirada triste de su hijo. También, sin querer, notó una pulsera verde, señal de que el rock star recién había salido de algún hospital.
Tristán trató de sonreír: llegaba a casa, después de andar por ahí, cantando en los bares tristes y sombríos, esos que siempre se ven bien en las películas, pero que en la vida real son pobres, malolientes e ingratos: nunca te pagan y cuando lo hacen, te deben.
Mamá sonrió también; el hijo, el único, llegaba a casa tras muchos años de soledad. El viejo aún araba los campos; Abe, el perro, aún ladraba por las noches y el granero parecía tan grande como diez años antes cuando Tristán se había largado con su guitarra nueva y la esperanza de ser alguien allá, lejos de las vacas y los tractores y los overoles de su padre y los pasteles de maíz y la chica pueblerina que sueña con doce hijos y un marido borrachín y de alcantarilla. (Usted pensará que esta es la típica historia del chico que llega a la ciudad deseando ser una gran estrella y no lo consigue; tiene razón, esta es.)
Pero no es larga la espera, dijo Rampage, el promotor. ¿Tienes dinero? preguntó; Tristán respondió que sí, que algo había ahorrado; entonces dámelo, dijo Rampage, y mañana a esta hora te espero en GFCM Records, al lado del cine japonés, sí, ese que está en la séptima calle, atrás del restaurante Palermo.
Tristán vio, justo por la séptima calle, al lado del antiguo cine Aka Tombo, la iglesia de Nuestra Señora del Divino Niño, esa que estaba justo detrás del restaurante, donde, por algunos billetes, cantó varias canciones y cenó las sobras del pato a la naranja, la especialidad de la casa.
Nadie puede ser Dylan o McCartney, la verdad es que pocos corren con suerte. Al lado de las grandes estrellas, leyendas o dioses del rock o de la salsa o de la música clásica, hay miles de músicos de bar, rocolas vivientes, dispuestos a tocar lo que sea con tal de llenar el tiempo que transcurre entre la primera cerveza y la pérdida de la conciencia. Tristán salía el último, aparecía en ese preciso instante, donde todo se vuelve alegre y bueno. Media hora más tarde todo era rumor rugoso, tempestad quieta, el mareo y el gusto, las mujeres feas que dejan de serlo y te invitan a una cama siempre deshecha, y entonces Tristán caminando, solo, a las dos de la mañana, sin ningún temor, porque iba tan andrajoso y pobre que ni siquiera los perros ladraban cuando pasaba por el basurero, el último lugar de lujo que veía antes de llegar a casa.
Un músico que muere drogado o en medio de putas, se convierte en un estereotipo fugaz que solo es recordado el día de su muerte. Tristán había pensado suicidarse de un modo original, pero no se le ocurría ninguno. Pensó en todos los suicidas (él, como Kawabata, también incluía a Jesús en la lista) y creyó que todo estaba hecho. Acabó por buscar la muerte más difícil posible, aunque él no lo sabía: decidió cortarse las venas antes de un concierto y morir desangrado en el escenario, que no era escenario sino una pared blanca al lado de los sanitarios.
Son las tres de la mañana del último día de mi vida. ¿Es el último? ¿O a veces somos tan estúpidos como para creernos vivos? Nadie puede saberlo. Voy a cortarme las venas y se me ha ocurrido el inicio de una canción:
Yo solamente viajo en subterráneo hacia la nada
en un mundo muy drogado y delirante
y aunque el amor es de mi dolor el causante
he creído siempre en la pureza de tu alma.
¿Habrá algo más triste que la grandeza incomprendida?
A las siete de la mañana de ese día, Tristán se hizo dos incisiones minúsculas en las muñecas.
Deambuló por la ciudad, mientras sentía que el suéter se empapaba; creyó, o fingió creer, que la gente le prestaba atención, y después de fumar Afrique, la marca más cara de cigarrillos, se sentó a tocar en el parque de la calle 24.
Un chico, por la tarde, cuando Tristán había recibido muchas monedas, le preguntó si estaba bien.
―Sí, hermanito, ¿por qué?
―Te ves enfermo. Como viejo. Te sangran las manos. ¿Es de tanto tocar?
―Sí. La música te lame la sangre. Nunca te dediques a esto.
―A mí me gusta el piano.
―Entonces vuélvete ingeniero o médico. Te irá mejor. Y los fines de semana, en tu casa enorme, toca el piano de cola que compraste al contado, y el lunes llega a tu oficina dispuesto a hacer más dinero del que puedes gastar.
El chico se fue.
Había llegado la hora. Había doce o quince personas en el bar, y Tristán salió a escena, lo cual quiere decir que se levantó de su silla y saludó. La gente siguió hablando. Tristán cantó su nueva canción y sonó un teléfono. Dos tipos se pelearon por un hombre que bebía en la barra, sin compañía. Alguien fumaba marihuana. Una mujer bailaba sola. Un grupo de amigos se tomaba una foto grupal y Tristán se moría.
Dejó de tocar y sintió cómo el bar daba vueltas; quiso decir adiós, pero se desmayó. Alguien llamó a una ambulancia y permaneció tres días en el hospital, comiendo gelatina de mora y leyendo revistas nupciales.
Nadie se enteró de la noticia. Nadie lo esperaba a la salida.
Nadie lo vio partir, nadie lo consoló mientras lloraba en la estación, donde dejaba a la puta minúscula, la ciudad verde y negra, llena de odio, de humo azul, de vómito injurioso, de áspid y violeta; la ciudad que amaba; su puta.
Nadie lo ayudó a bajarse del autobús, nadie lo condujo a la salida, nadie le brindó un cigarrillo y nadie, en realidad, lo esperaba en casa.
Y ahí estaba, en casa otra vez, esperando a mamá, quien abría la puerta; solo lo miraba, con los ojos inexpresivos, mientras el letrero de bienvenidos se hacía cada vez más pequeño y Tristán pensaba si había sido buena idea volver, si no era mejor darse la vuelta y dejarse morir en el desierto o empezar otra vez, desde el otro lado, y, en vez de camisetas negras y barba de leñador, botas amarillas de piel de cocodrilo y They Call Me the Breeze o Polly Come Home, o Elvis o Johnny Cash; pero mamá abrió la puerta y Tristán no dijo nada. Mamá comentó que había trufas y pato para la cena. Tristán sintió náusea.
Morris Graves. Lo había visto varias veces en los bares, pero nunca se había animado a saludarlo. Ahora el panorama de su casa se parecía a sus pinturas; pero sin la plástica nómada de su pincel. Tristán pensaba en el arte. ¿De qué sirve si nadie lo disfruta?
Pensaba que papá, al verlo entrar, había gruñido y Abe lo desconoció. Comieron en silencio y Tristán no se atrevió a pedir la sal; se ofreció a lavar los platos y luego se sentó en el porche. Había guardado un Afrique doblado que valía cinco billetes verdes. Una fortuna. Pensaba que al otro día, era obligatorio levantarse temprano y ayudar al viejo; tal vez Anne no se había casado aún ―o ya se había divorciado― y bueno, quién sabe, quizá haya algo pendiente en este pueblo de fantasmas de latón.
Me voy, aunque ya nadie me crea. Así pensó la mañana en que papá salió hacia el campo sin llevárselo; y Abe le gruñó y mamá no dijo buenos días.
Vio sus libros y el disco de Sakamoto que Lumier le había enviado desde Bruselas; recordó que el viejo Mariné se había sentido muy orgulloso de llevar correspondencia europea; le había pedido la estampilla y el sobre, y Tristán, sin pensarlo, se los dio. Ahora quería enviarle algunas cosas a Lumiere y no podía.
No te recuerdo Lumier. Me ha quedado el disco de Sakamoto. Y pensar que nadie me creía; Sakamoto y yo no somos compatibles en lo superficial. Pero Bibo no Aozora es la que suena ahora. Hoy, a medianoche, he podido dejar una lámpara encendida, porque el viejo me mandó al ático y desde aquí no se ve nada. Quizá pensó que acá podría hacer todo el «ruido» posible, pero no he tocado nada desde que volví. Ya no me quedan fuerzas, Lumi.
Empezó a extrañar la ciudad. Sabía que a esa hora todos estaban borrachos; y él estaba en el ático polvoroso de una casa polvorosa en un pueblo polvoroso que solo tenía caminos polvorosos. Cuando se dio cuenta de lo estúpido de los juegos de palabras, la lámpara se había apagado.
La luz de la luna que se muere y la tentación de morirse con ella.
Esa es la última línea de la carta que Tristán me envió. No he sabido nada de él; no me escribió más y yo también perdí, a propósito, la postal aquella que decía:
Qué triste es irse quedando viejo
y ver y soñar y no sentir
y querer morirse
de la peor forma posible: seguir viviendo.