Yo tengo dos heridas. Una en cada mano. Una en la palma derecha, parece una quemadura. La otra en el dedo anular izquierdo, se extiende desde la raíz hasta la uña. Dicen que es culpa de una enfermedad crónica y cíclica, que igual que viene, se va (estrés y otras deformaciones de esta sociedad). Yo, que soy un armario de conclusiones precipitadas y veredictos personales, he decidido que él fue el detonante. Desde que se fue palpitan estas dos heridas. Aparecieron conforme nos acercábamos a su verdadera y actual distancia, como atisbando la lejanía. Nos separan varios días de avión, lástima que apenas unos segundos de memoria.
Pues eso, el dedo de la unión se queja desde entonces. Diría que el cabreo inicial se le ha pasado, pero no está contento. Para nada. Éramos muy felices cuando él quedaba dos calles más arriba. El café o un paseo nocturno eran caprichos espontáneos que nos podíamos permitir. Lejos de la tragedia griega de tantas relaciones, nuestra fórmula rezumaba bastante simplicidad. O la suficiente para mantener alegres y satisfechos a dos caracteres turbulentos como los nuestros.
En fin, yo ahora tengo dos heridas. A veces me desespero cuando la del dedo anular me paraliza la mano entera. Entonces mi hermana me coloca una gasa y una pequeña malla en forma de tubo. Arreglado. La mano derecha me grita menos. Sé que es una gilipollez. Bendita invención dramática. Pero creo que cuando dejes de ser una referencia tan real de “lo que hacía la vida más (fácil-bonita) sin perder yo mi mancha de nacimiento” las dos heridas sanarán. Al menos la del dedo anular.