No recuerdo haber dormido mal aquella noche, por entonces, tan solo la víspera de Reyes era noche de desvelos. Tendría unos ocho años. Seguramente desayuné seis tostadas, cada una calentada en un punto distinto del tostador, empezando por las más blanquitas y acabando por las carbonizadas. Algunas untadas solo con margarina, otras con margarina y un tipo de mermelada, las demás con otro tipo de confitura sin margarina o con miel. Siempre fui de comer mucho y bien. Y menos mal que el aparatito no tenía doce posiciones, porque algún día habría probado todas seguro.
Tras el pertinente baño, que tanta pereza me daba, me enfundé mi ropa de fútbol: camiseta, pantalón, medias y botas de tacos. Cogí el balón envuelto en su red y bajé al parque dándole patadas durante todo el trayecto. Allí, jugaríamos la pertinente pachanga unas 25 personas, de edades entre los seis y los catorce años, repartidas a lo largo y ancho de La Rotonda, que así se llamaba el parque. Había porterías, por supuesto, entre árbol y piedra, o entre papelera y un montón de abrigos. Por entonces era de los malos como jugador pero de los mejores cuando jugaba de portero.
Era sábado, y ese día en mi casa siempre se cenaba embutido, ya vuelve la comida a asomar, al igual que los domingos se comía paella cocinada en la olla y se tomaban gambas de aperitivo. Pero ese sábado, era especial.
Después de comer, y tras la pertinente siesta de mi padre, nos enfrentábamos los dos, cara a cara, en un duelo muy importante. El fin era comprar o no un vídeo, el ansiado VHS. El medio, una partida de futbolín. El encuentro discurriría en mi cuarto, pues el futbolín era mío, por lo que jugaba con ventaja, y además la hinchada estaba de mi parte: mi hermana y mi madre también querían poder ver películas e ir a Divo´s o a donde Rosi a alquilarlas. Mi padre era el perverso que se negaba a la adquisición, y yo debía vencerle.
Comenzó el duelo, que finalizaría cuando alguno consiguiera nueve goles. Aquí valía todo: media, guarra, mosca, lo que fuera. Durante todo el encuentro fui ganando por diferencias mínimas, y con 8-7 a mi favor me empató. Había tensión, sudores, muchos nervios. El vídeo que tan cerca estaba podía escaparse si la bolita entraba en la portería equivocada. Pero un lanzamiento certero desde la defensa se coló entre los jugadores rivales y … ¡¡GOOOOOOL!! Salté, grité, reí, porque el VHS, gracias a mí, ya estaba de camino.
Creo que durante mucho tiempo estuve recordando mi hazaña, puedo ser muy pesado si quiero. Hasta que una vez olvidada, advertí que un niño de ocho años puede ganar al futbolín a su padre, sólo si éste quiere que esa derrota sea una de sus mejores victorias.
Gracias papá por regalarme esa derrota, tu victoria.