Yo amé a una mujer gigante:
tan grande, que no cabía
en mis brazos diminutos.
Era anémonas su nombre
y su casa fue de sal;
sus apellidos, dispersos.
Y el tsunami de titán en femenino
acabó por -fieramente- devorarme.
A una mujer aún mediana
un día antiguo conocí.
Y sus ojos eran hebras de destino;
y hermosa, y sutil, y no breve
su anciana topografía
decorada con mosaicos de futuro.
Y la amaba: era importante.
Las mareas se turnaban
pretenciosas, indolentes;
y de nuevo hundido y roto
mi barco, desvencijado,
navegó hacia su deriva.
Hoy amo a una mujer clara
pequeña, sin importancia
ni remos, ni embarcaciones,
anónima y de laureles
huidiza: mujer extraña.
Y es gigante entre estos brazos
que incapaces son de darle
un justo imperio
de sueño o de ensoñaciones
como una yegua preñado.