Él notó su presencia, recostó el periódico en el volante, la vio de reojo, a través de sus gafas, y sacudió la cabeza. Ella respondió con una sonrisa, diciendo “hola” con la mano. Y se quedó ahí, del lado del copiloto, agachada como si estuviera entrando en una puerta demasiado pequeña, viéndolo a través del cristal, escrutándolo con un gesto indagador pero a la vez torpe. Entonces él bajó la ventana y le dijo que lo sentía, que no estaba de servicio. Lo dijo casi sin verla, de manera automática, más pendiente del diario Marca que de lo que ella intentó decirle y que no escuchó por la rapidez con la que volvió a sustraerse de la realidad subiendo la ventana y retomando la lectura.
Ella esperó unos segundos —porque estaba segura de que era él, de que era su mirada, su voz y su rostro; un rostro ahora afeitado y oloroso (supuso) que imaginó maleable entre sus manos, amable para el tacto de sus labios; un rostro que, incluso, le recordaba a su padre—, y titubeó antes de seguir su camino. A mitad de la calle, una corazonada hizo que volviera. Esta vez fue directamente hacia el lado del piloto. Se detuvo, esperó a que pasara una pareja y un tipo detrás tirando una maleta de mano y se acercó, casi pegando su rostro al cristal. Él dejó caer el periódico en el asiento de al lado y se quitó las gafas. Resopló, intranquilo, mientras bajaba por completo la ventana. No lo entendía. El cartel en el parabrisas decía ocupado.
—Perdona, acabo de decirte que no estoy de servicio. Ve a la esquina, allí puedes coger otro taxi —expuso, agitando un brazo. Una explicación frecuente en su trabajo y una indicación usual que ni siquiera necesitaba el brillo de la cortesía.
Ella negó con la cabeza y sonrió con modestia. Si hubiera sido otro, según sus expectativas, quizás habría recibido un comentario tosco y grosero, típico de los conductores y taxistas que han perdido la paciencia. Si hubiera sido otro, lo más seguro es que habría recibido un escupitajo simbólico, un gruñido. Pero él era diferente. No se asemejaba en mucho a los hombres con los que había estado. La impresión que tenía de él no se basaba en conocerlo de toda la vida, pero para ella no hacía falta; lo que percibía era suficiente. Se trataba de un hombre de carácter templado, caballerosidad de las de antaño y timidez atractiva. Y por eso mismo lo ideal habría sido que la reconociera a la primera. Eso habría sido un aliciente para considerar salvado el día, para reactivar su relación con la vida, para congraciarse con la cotidianidad y con sus semejantes, para no desmoronarse. Él, mientras tanto, despedía una sonrisa forzada, un remedo de hilaridad al darse cuenta de que ella se quedaba allí, observándolo como un niño que se deleita ante una caja llena de juguetes nuevos.
—¿Qué haces? ¿Estás de coña, no?
—Soy yo, Carlos, ¿no me reconoces? —habló, inclinándose un poco más con el afán de que él pudiera verla mejor. Su voz sonaba ligeramente ronca, pero en esos segundos él reparó más en sus labios, resecos y agrietados, y en un pequeño piercing que brillaba en su labio superior, justo sobre la comisura derecha. A simple vista, su rostro indicaba más vida que años.
Escuchar su nombre lo obligó a asomarse y sacar la cabeza como si estuviese saliendo de un túnel. La vio de pies a cabeza. Tendría treinta o un poco más, el pelo, rubio y graso, recogido en una coleta, la piel blanquecina pero con un fino barniz oscuro, ese tono de quienes pasan demasiado tiempo a la intemperie, y algunas pecas, pequeñas manchas en la frente, en los pómulos y en los brazos; quizás algunas cicatrices. Llevaba un overol de lona azul, como el de las embarazadas de las películas americanas, que le quedaba un poco grande, una camiseta de color claro debajo y unas Converse negras y blanco. Atada a la cintura, una sudadera rosa.
—Me estás confundiendo, yo no te conozco —le dijo. Era verdad que se llamaba Carlos, pero Carlos había miles. Era una mera y rara coincidencia.
—¡Que soy yo! ¡Lucía! —ahora su risa, más que nerviosa, era infantil y entusiasta.
Cuando entre sus amigos taxistas había comentado que ya no vivía con su mujer, que llevaban separados varios meses y que debido a sus restricciones de cuarentona histérica a duras penas podía ver a sus dos hijas, no se imaginó que fueran a ser tan idiotas para hacerle ese tipo de bromas. ¿Pagarle a una puta? Conocía muy bien a Sergio. Sabía que era uno tipo un tanto pedestre, alguien acostumbrado a ir de copas cualquier día de la semana y de putas los sábados, estando incluso de servicio. Y Tomás, pues Tomás era un solterón de metro noventa de estatura muy dado a la risa fácil y exacerbada, a mandar fotos obscenas y cualquier chiste trillado por el móvil cada cinco minutos, independientemente del día y la hora. Con ambos, Carlos tenía la sensación de que conforme se iban haciendo viejos, más tendían a comportarse como si todavía estuvieran en el instituto. Pendiente (sin poder evitarlo, puesto que se sentía atrapado en su propio vehículo) de las muecas que la mujer hacía, intentando convencerlo de que se conocían, se tomó un par de segundos para imaginar la situación: Sergio y Tomás estarían aparcados por ahí cerca, burlándose. Otra cosa no podía ser. Consideró la opción de seguirles la corriente, pero casi enseguida la descartó y se limitó a esperar a que la mujer se diera por vencida, persuadiéndola de la manera más educada posible y escuchándola casi sin interés, como si estuviera en un bar viendo el fútbol con el parlanchín de turno sentado a su lado.
—Mira, da igual como te llames. No te conozco, ¿vale? Creo que me estás confundiendo con otro —habló con parsimonia e hizo una pausa como para encontrar las palabras adecuadas—. Además, si quieres algo, lo llevas mal porque…
—¡Joder, Carlos, qué pronto olvidas! —lo interrumpió con gestos de extrañeza y el escándalo de una carcajada tonta. Él se fijo en sus dientes, corroboró la contundencia nociva de la nicotina y se preocupó, fugazmente, por todos los años que llevaba fumando. Se fijó en su delgadez, que no escualidez; en sus ojos vidriosos de un color parecido al del mosto; en que no llevaba sujetador. Igual no es una puta, igual es una yonqui, joder. Sí, tiene toda la pinta.
Faltaban quince minutos para el cambio de turno. Dada su situación familiar, Carlos ni siquiera se preocupaba por cumplir con su horario completo, a pesar de resentirlo en términos económicos. Media hora antes se rendía, conducía hasta el punto de encuentro (muy cerca de la Plaza de Jacinto Benavente), aparcaba y esperaba. Cuando Antonio aparecía, salía del vehículo, le daba la llave, a veces en un silencio que su compañero no comprendía pero que respetaba, y se echaba a andar hacia el metro de Tirso de Molina con dirección a Pinar de Chamartín, a casa de sus padres, a donde se había visto en la necesidad de volver después de casi dieciocho años.
—Vale —cedió—, dime, ¿de qué nos conocemos? —y esperó que el momento se diluyera como acababan diluyéndose las cientos de conversaciones surrealistas, extravagantes y delicadas dentro de su taxi, especialmente de madrugada.
Ella percibió una chispa de correspondencia y se alegró de que, a pesar de que el panorama continuaba empañado de desconcierto, cabía la posibilidad de que él recapacitara y se dejara de evasivas.
—Nos conocemos del sábado, Carlos, del sábado pasado, ¿no te acuerdas?
—No, no es que no me acuerde, es que te digo que me estás confundiendo.
—Te encontré por Alberto Aguilera, ¿vale? Estaba lloviendo, me dijiste que subiera, dimos unas vueltas por ahí y después me invitaste a unas cervezas en el bar de un colega tuyo, que ahora mismo no recuerdo cómo se llama, cerca de Plaza de Castilla. ¡El bar donde cantó Joaquín Sabina!
Además de lo ridículo de la situación, Carlos se sorprendió al notar que había algo en ella, no sabía muy bien qué —quizás sus gestos, espontáneos e incluso atolondrados; quizás su mirada o su desparpajo—, que estaba empezando a intrigarlo.
—No sé de qué me estás hablando, de verdad —le dijo, moviendo la cabeza y sonriendo, porque no se le ocurría hacer otra cosa.
—A ver, luego me dijiste que te acompañara. Al principio yo no quería; bueno, en el fondo sí, aunque… En fin, me besaste. Vale, nos besamos. Me dijiste que te gustaba y tal, y yo pensé: “Bueno, ¿por qué no?”. Según yo, íbamos a tu casa, pero al final no quisiste y me llevaste a un piso al lado de la Glorieta de Embajadores y cuando…
—¿AH?
Carlos creyó que todos los peatones, los conductores, las viejas que salían a sacudir sus alfombras a las ventanas, como si le estuvieran dando la bienvenida a alguien, estaban al tanto de lo que le estaba ocurriendo a él en ese momento y sintió vergüenza, un calor hormigueante en todo el cuerpo.
—Mira, da igual que quieras pasar de mí y hacerte el que no sabe de qué va la cosa —su efusividad mermó y un absceso de seriedad pareció cortarle la energía del rostro—. No llevas anillo, pero debes estar casado. Como todos, vamos. ¿Es por eso? Si es por eso, no te preocupes, no me interesa ni es mi problema. No voy a reprocharte. Es más, no estoy cabreada ni nada. Te piraste y punto —acabó su breve perorata pestañeando, ajustándose la sudadera rosa en la cintura y sonriendo como una niña que acaba de decirle a su novio adolescente que aunque él no quiera verlo, ellos nacieron para estar juntos, que era una cuestión del destino.
Tráfico, autómatas trazando líneas invisibles entre un punto y otro de sus mismos recorridos, turistas heterogéneos dispersándose; solitarios paseando perros, jubilados al ralentí, palomas, inmigrantes. Una mañana de finales de octubre en el centro de Madrid, con el cielo aún despejado pero con un considerable descenso de temperatura. Se podía constatar que las primeras prendas de invierno ya habían sido desempolvadas y vueltas a colocar en los armarios para su uso diario. Ella, sin embargo, no parecía estar al tanto. O ni siquiera parecía importarle, mejor dicho. Era como si estuviera en otra ciudad, en una realidad forjada por ella misma, de manera celosa y autodidacta. El hecho de haber encontrado a Carlos la había desbordado. Reía, gesticulaba e insistía en querer hacerlo parte de una historia no tan descabellada pero sí ajena. Lo curioso es que, oyéndola, Carlos cayó en la cuenta de que no recordaba exactamente lo que había hecho el sábado. Había trabajado desde el mediodía, sí, pero… ¿había tenido alguna clienta rara?, ¿alguna situación digna de recordar y de convertir en anécdota? Llevaba semanas con la cabeza perdida, sin saber cómo volver a retomar el rumbo de su vida, a merced de la inercia. A veces, despertaba a mitad de la noche y no recordaba cómo había llegado hasta su cama. Le tomaba casi un minuto determinar qué día de la semana era.
—Mira, no quiero ser borde. Tú y yo no nos conocemos de nada. Y el sábado yo no fui a ningún piso de Embajadores con nadie, ¿vale?
Ella notó que el tono de voz de Carlos ya no era el mismo, pero no supo qué decir en ese instante.
—¿De acuerdo? —recalcó él con evidente molestia.
—Vale, vale, bien… como quieras.
Lo menos que ella quería es que hubiera roces y que acabaran discutiendo. Le gustaban sus brazos, grandes, velludos. Su voz, su bigote, su pelo oscuro, sus canas escondidas. Era él, lo había encontrado. Recordó la delicadeza con la que la había desnudado, las ganas con la que había buscado sus pechos. Suspiró y empezó a registrarse los bolsillos. Sacó un monedero y lo apachurró con la mano. Se agachó, apoyándose en las rodillas y, con una fea mueca de aflicción y de molestia, le pidió que por favor la llevara a dar una vuelta, que no quería magreos, sexo ni drogas, que sólo necesitaba dar una vuelta y hablar, charlar, lo que fuera; que le diera un paseo por cualquier parte. Con la voz rota le explicó que podía pagarle el trayecto, que no había gastado nada del dinero que le habían dado los tipos con los que él la había dejado en el piso de Embajadores.
—Toma, tus cuarenta euros. Yo… yo no los quiero.
Carlos, que sólo deseaba olvidarse de las continuas llamadas del abogado de su mujer, de ese sobre sepia que contenía los papeles del divorcio y de la inminente pérdida de la custodia de sus hijas, buscó una explicación racional fijando la vista en el retrovisor, esas cejas espesas y esos ojos que cada vez parecían irse sumergiendo en un denso terreno de piel y arrugas prematuras, pero, sin poder evitarlo, sintió congestión en el pecho y no pudo explicar ni explicarse nada. Recordó a su niña, a la menor, cantando una canción incomprensible mientras él le preparaba su desayuno. Luego a la mayor, burlándose de él porque no sabía cómo ayudarla con sus tareas de Lenguaje. Las vio, a ambas, saltando en la cama; él tendido en medio, con las piernas encogidas, como una momia, aunque pletórico, fijándose en sus pequeños cuerpos levitar con sus pijamas de gatos, monos y perros en miniatura. Escuchó sus voces, a través del móvil, llamándole “papito”, deseándole “un buen día”. Se vio, a sí mismo, como una bolsa de plástico revoloteando en medio de un parque por el que nadie pasa. Y entonces sintió que su voz se atascaba en un pantano de mucosidad pectoral y quiso hacer lo mismo que ella, que Lucía: llorar. Sintió que podía hacerlo, que no pasaba nada si lo hacía. No recordaba lo que significaba llorar porque sólo lo había hecho de niño. Jamás se había permitido rendirse; nunca lo había creído valiente ni admirable. Entonces quitó el freno de mano y el seguro de las puertas. Afuera, el cielo se había ennegrecido. El viento, lamiendo las calles como una fregona, con sus hebras frías y su persistencia. Llovería en cualquier momento. No se molestó en ver el reloj ni en pensar en la cara que pondría Antonio al no encontrarlo. Antes de que las lágrimas se escaparan de sus ojos, puso en marcha el motor de su taxi, raudo, como si se tratase de una emergencia, y balbuceó, intentando que sus palabras no fueran más de dos, para que no se resquebrajaran, para que ella no notara que estaban hechas de hojaldre y, con su rostro desmejorado y sus labios palpitantes, dijo:
—Venga, sube.