Tragar o no tragar

Llevaba tanto tiempo sin llevarme nada a la boca que lo normal en aquella situación hubiera sido tragar y continuar con lo que hubiera venido después.

El problema era que ya empezaba a aburrirme de tanto sube y baja, sube y baja y nunca correrse, qué le vamos a hacer.
Las llaves del coche, además, estaban demasiado cerca como para que mi visión periférica no pudieran alcanzarlas, porque aunque estuviera algo enturbiada por la maraña de pelos que me caían rebeldes desde la frente, y en la habitación reinara la penumbra, mi vista seguía siendo excelente. Así que cuando los conductos y venas del miembro de Miguel, o Juan, o Sebastián o como se llamara, dieron la señal de alarma entre mis labios y su pene comenzó a endurecerse con bravuconearía, decidí que no era momento de tragar.

Con una maniobra de la que el mismísimo Neo hubiera estado impresionado conseguí retirar la cara justo a tiempo de contemplar la explosión de Javier, Manuel, Jorge o como sea, contra el aire, con la expresión toda contraída, ceñuda y –por qué no decirlo, ridícula–. Parecía como si estuviera resolviendo integrales o qué sé yo, dando a luz. Me desplacé hacia la derecha, levantándome del colchón, y recogí las llaves de la mesilla de noche mientras él se dedicaba a ponerlo todo perdido de semen.

Empecé a recoger mi ropa del suelo a toda leche mientras comprobaba cómo toda la excitación que había sentido horas antes en aquel bar de mala muerte, se transformaba ahora en una lujuriosa y delirante urgencia por salir de allí. Me coloqué el vestido de la peor forma posible y enganché los zapatos por las correas todo lo rápido que pude, pero apenas había dado un paso en dirección a la puerta, Gabriel, o David, o como fuera, –el muy hijo de puta–, ya me tenía agarrada por el brazo con sus pegajosos dedos, preguntándome molesto que a dónde iba tan temprano.

Lo cierto era que había jugado muy mal mis cartas. Si al menos hubiera esperado un poco para follármelo, –es decir, si no lo hubiera hecho–, tendríamos algo de lo que hablar. Si al menos no me hubiera lanzado a comerle el rabo con tantas ganas o me hubiera tragado sus estúpidos fluidos, ahora tendría algo con lo que negociar. Pero ¿qué iba a decirle ahora? ¿Qué tenía una boda a la que asistir en el estúpido Pamiers? ¿Que pensaba robarle el coche para después dejarlo tirado en cualquier cuneta cerca de la frontera con Francia? Mmm, qué mal. No podía decirle ninguna de esas cosas, claro. No mientras el pobre presentara aquellas pintas; desnudo, con la entrepierna, resbaladiza y ese colgajo retraído a causa de la herida que lentamente le estaba infligiendo.

Claro que yo no estaba en mejores condiciones con las llaves fuertemente apretadas en la mano del brazo al que él se aferraba, el vestido a medio poner, con una teta fuera, y ni rastro de la ropa interior. Y así, de esta guisa, nos estuvimos mirando como bobos durante unos segundos mientras el tiempo apremiaba.
Os juro que me iba a volver loca si no salía pronto de allí.
Así que, en fin, me zafé con fuerza de su mano y le miré a los ojos tratando de adivinar cuál sería la respuesta más adecuada para aquella absurda pregunta. Si como yo, también estaría mal de la cabeza, o si sería un tío normal y quizá un poco calzonazos. Rezaba en secreto por eso último.

—Verás… –Seguía sin recordar su nombre así que sonreí a lo grande en el espacio que hubiera colocado un Christian o un Luis–. Ha sido una noche estupenda, y eso… Pero ahora tengo que irme, ¿sabes? Mi abuela se ha caído por las escaleras y…
Seguí diciendo estupideces mientras me colocaba la teta de nuevo en su sitio –en el interior del bonito vestido negro que me había “prestado” aquella chica tan amable en el servicio de señoras–, y buscando la ropa interior y demás historias, con la verborrea propia de quien miente como un bellaco y disimula con aspavientos.
—¿Quieres que te lleve yo al hospital? –Preguntó Ramón cuando yo ya me atusaba el pelo, dispuesta a salir por la puerta–. Así te hago compañía.
—No, no, ya te traigo yo el coche esta noche. –Qué risa–. Además, estará allí toda mi familia. Así que no, no te preocupes…
—¿Estás segura? No es ningún problema para mi, oye.
Había que joderse con Pedro.
—Segurísima. Tendrías que ducharte, vestirte… ya sabes. Y quiero llegar allí cuanto antes, ¿comprendes?
—Sí, claro, claro. Bueno, deja al menos que te haga un café.
—Que tengo prisa. –Espeté.
No sé hasta qué punto endurecí el tono ni la mirada, pero José contrajo la suya como si le hubieran herido de muerte.
—Espera un segundo, ahora te abro.
Me dio la espalda y le dio la vuelta a la cama, agachándose para rebuscar entre el montón de telas andrajosas que supuse él llamaría ropa y permitiéndome así contemplar lo que a todas luces no era el mejor culo del mundo. Ni el mejor depilado del año. Por descontado, tampoco el más limpio. Lo iba a matar si no apartaba aquello de mi vista, de verdad que sí. Le iba a pegar un tiro en mitad de la diana para que se acordara de mí si no abría la puerta en menos de un minuto. Mierda. El bolso. ¿Cómo podía ser? Había olvidado el bolso con el teléfono, el dinero y el resto de mis cosas al otro lado de la cama.
—Eh… Perdona, ¿está por ahí mi bolso? Creo que debí dejarlo tirado por ahí anoche.
—Qué despistada, ¿no? –Rió incorporándose–. Ya lo decía mi madre, si es que las prisas no son buenas.
Su puta madre. Sin lugar a dudas, Jesús era el tipo más pesado con el que había tenido la desgracia de acostarme.
—Ya. –Sonreí con toda la falsedad que pude–. ¿Mi bolso? Gracias.
Recuperé el pequeño clutch satinado, lo abrí furiosa, saqué el revolver y embutí entre sus dos perplejas cejas una bala del calibre nueve antes de que pudiera decir cualquier otra gilipollez. Estúpido subnormal. Rodrigo cayó sobre el colchón como un saco de patatas, y sangre, sesos y semen se fundieron todo en uno.

En fin, ojalá.
A menudo me sorprendía a mi misma soñando despierta con matar a gente realmente molesta de las formas más gráficas. Como a mi ex, por ejemplo. Sí, el que se casaba ahora en el puto e idílico Pamiers. Menudo capullo. De verdad, no se hacen una idea, ni si quiera aproximada, de las veces que habrá podido morir en mi vívida imaginación. O como a mi hermana, la novia, la muy asquerosa. Que no sólo había tenido la desfachatez de empezar a salir con mi ex cuando todavía no lo era, sino que me había invitado a la boda por whatsapp. ¡Por whatsapp! ¿Se lo pueden creer? Por tanto, ni esperaba que me presentara al día siguiente en su magnífica boda campestre, ni se imaginaba la de veces que la pobre había sido ahorcada con sus propias ligas, asfixiada con el velo o se había atragantado con el arroz envenenado que yo le lanzaba a ella y sólo a ella con toda la saña del mundo.
Si alguien realizara alguna vez una encuesta de opinión sobre hábitos de vida saludables, sin duda esta sería mi recomendación: matar gente. Imaginarlo, claro. Y cuanto más creativos sean los asesinatos, mejor, Es una actividad de lo más saludable, de verás, además de gratificante. Y no mancha. Les animo a que lo prueben, es vaso dilatador, fantástico para el cutis –abre los poros, ¿saben?– y por supuesto, es sorprendentemente relajante. Mejor que el puto yoga.

Total, que lo que en realidad cayó sobre el colchón durante la compleja transición de unas manos a otras sobre la cama, fue mi bolso. Y efectivamente, cuando lo recogí, no sin algo de angustia, una patina de semen blanquecino y reseco recubría su lomo.
—Vaya, lo siento…
Él lo sentía. Qué tierno. Yo sonreía casi con histrionismo, soy consciente, pero trataba de mantener a raya unos músculos faciales que, de lo contrario, se habrían desbordado en una mueca de rabia furibunda. O algo peor. A saber. Hacía tiempo que esperaba mutar en alguna especie de monstruo sobrenatural o similar cada vez que me veía presa de un ataque de ira, pero para mi desgracia, nunca sucedía.

El caso es que estábamos allí, yo con mi bolso de mano pringado y Antonio observándome consternado, sin duda, esperando a que de un momento a otro empezara a gritarle lo idiota e incompetente que era. Pero en vez de eso, seguí sonriendo, solté los zapatos y con los dedos índice y corazón pellizqué un trozo de sábana limpio que utilicé a modo de servilleta. Empecé a frotar con todas mis ganas.
—Espero que esto se vaya. –Susurré amenazante.
—Lo siento… Se me ha escurrido. O puede que a ti, no sé.
¿A mí? Alcé las cejas sorprendida y Arturo se sentó en el borde de la cama.
—Es que esos bolsos que lleváis las mujeres, tan pequeños y así como sedosos… No es raro que se caigan todo el tiempo, se deslizan entre los dedos y claro, sin correa ni nada… Porque, oye, por cierto, ¿de qué está hecho? ¿Qué es esa tela?
El tío más pesado del mundo. No exagero.
—¡Satén!
—Ahá, ya suponía. –Se rascó la cabeza en un profundo gesto de inteligencia–. Oye, ¿seguro qué no quieres un café? Estás tardando un montón con eso de ahí, ¿no?
Levanté la mirada un segundo, nuestras miradas se cruzaron sin decirse nada, pero nada de nada, y me pregunté por qué demonios seguiría desnudo. Acto seguido solté la sabana, agarre con fuerza el bolso, impulsé el brazo derecho hacia atrás y lo lancé con todas mis ganas en dirección a su cabeza. La sorprendida sien izquierda de Pablo recibió el contundente impacto del clutch de satén sin poder hacer nada por evitarlo, y de una forma casi conmovedora, sien, Pablo y clutch, cayeron redondos al suelo, todos a una, deslizándose desde el borde de la cama.
Respiré aliviada.
Rodeé la cama y, satisfecha, recogí el bolso con cuidado de no pisar ninguna de sus extremidades. También recogí del suelo las llaves de la puerta principal que se habían desprendido de su mano al recibir el impacto. Me puse por fin los zapatos tras comprobar que no olvidaba nada esta vez y salí por fin de allí. Por si acaso, cerré la puerta por el exterior, no fuera a ser que en un arranque de locura, al despertar, le diera por salir corriendo en mi busca –y en la de su coche, el que por supuesto, no le iba a devolver aquella noche–, eso hubiera sido fatal.
Además, seguro que hubiera salido corriendo tal cual estaba, desnudo. ¿Se imaginan? Qué risa.

Probablemente pensarán que actúo como una loca, y seguramente tengan toda la razón del mundo, pero al igual que Matías, Salvador, Leonardo o como quisiera llamarse, pueden guardarse su opinión y sus comentarios para sí mismos. A estas alturas ya habrán comprobado que no me interesan lo más mínimo. Pero oigan, tampoco se ofendan, que no lo digo con la acritud de una niñata malcriada o de una mujer despechada, qué va, lo digo con la más absoluta sinceridad de alguien que piensa desinteresadamente en ustedes y en el derroche innecesario de saliva o neuronas que les acarrearía preocuparse por mí.
Así que recuerden, no lo hagan, no se preocupen por cómo voy a llegar hasta la frontera de Francia con un coche robado, el dinero justo para gasolina y un bolso rebozado en fluidos corporales. No se preocupen. Tampoco piensen en qué haré una vez llegue a Pamiers con las pintas que llevo, ya me buscaré la vida para aparecer triunfal –más o menos– en la boda y durante el banquete, matar a todos y cada uno de los invitados hasta llegar a los novios, el postre perfecto.

No sufran. Y sobre todo, no le den importancia a mi locura. A mí me da igual la suya.

bluebird Comunicación
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