Mirada al frente, el frío verdadero. De ese que cala hasta los huesos y quema la piel. Por fin ha llegado después de estar demasiado tiempo ausente, reclamando con vigor su lugar en el devenir de las estaciones. Un fugaz vaho escapa de mi boca desintegrándose en el aire poco a poco. Ningún ruido perturba la solitaria y todavía oscura mañana.
Mis piernas empiezan a moverse. Camino despacio, sin prisa. Sin motivo aparente he decidido ir hacia la derecha en lugar de la izquierda; da igual, pues la parada del metro está más o menos a la misma distancia tanto por un lado como por el otro. Aun así, ¿por qué habré decidido ir por allí? Debería preguntar a mis pies, pero dudo que obtuviera alguna respuesta.
Mientras cavilo estúpidamente saco un cigarrillo de mi mochila, el mechero del bolsillo de mi pantalón y mojo mis labios para que el filtro no se pegue a ellos. Pulgar en posición, primera chispa.
No enciende la llama.
Dos, tres y hasta cuatro intentos. Nada. Maldigo para mis adentros. Entro en un pequeño dilema interior, ¿seguir hacia adelante o volver a casa y buscar un mechero que funcione? La lucha no dura demasiado, pues admito que soy un ser vago y más todavía por las mañanas. Así pues decido seguir caminando con la esperanza de cruzarme con algún alma caritativa.
Llego a la boca de la estación del metro. Las escaleras mecánicas zumban con pesarosa rutina mecánica. Miró a mi izquierda y sólo veo la interminable avenida de luces que se pierden en el difuso horizonte. A mi derecha el paisaje es calcado.
No hay nadie en la calle. Miró mi reloj. Es muy raro. Nadie parece tener prisa en ir a trabajar, comprar el pan recién hecho, pasear al perro. Quiero crujir mis cervicales y levanto la mirada al cielo. Lo que el frío no había conseguido lo logra aquella visión del extraño cielo crepuscular: helarme la sangre al instante.
Un rojo sangre tiñe las nubes negras que relampaguean a miles de metros de distancia. Pero no es un rojo cualquiera, es el de la guerra, el del dolor humano, el de la catástrofe. Dos aviones de proporciones titánicas cruzan a toda velocidad sin apenas emitir ruido alguno en dirección a las montañas; tras de ellas un fulgor parpadeante se erige como prueba irrefutable del nacimiento de un horror sin nombre. Un golpe de viento arrastra los primeros rumores de explosiones y disparos lejanos.
Me fallan las piernas, se acelera mi respiración. Ya no tiene sentido ir a trabajar. Miro mi cigarro y las lágrimas se agolpan bajo mis ojos. Saco de nuevo el mechero e intento encender la llama. Desesperado, frenético, sólo paro cuando veo la sangre en la uña de mi dedo pulgar.
Ha empezado el fin del mundo y yo sin poder fumar.