Los pasos acelerados de Rosa retumbaron produciendo un extraño eco en los pasillos del hospital.
Recorrió la tercera planta del laberinto hospitalario buscando la habitación 323, que parecía estar escondida.
Una enfermera muy amable le indicó que la siguiera, puesto que iba en la misma dirección.
Cuando entró, se encontró a Fermín, su padre, dormido en la cama. Una sonda con suero colgaba del pie metálico y se perdía en el esparadrapo que tenía a la altura de la muñeca.
Se dio cuenta de que hacía mucho tiempo, quizá años, en que no se fijaba en las manos de su padre.
Unas manos gruesas, viriles, peludas. Le parecieron unas manos extrañas.
Esas manos eran las manos que, cuando era niña y jugaban a las cocinitas, fingían beber té en unas tazas diminutas de juguete. Las manos que le ayudaron a terminar el puzzle de la Torre Eiffel. Las manos de la autoridad, las de los azotes.
Cuando por la mañana recibió la llamada de los médicos contándole lo sucedido se asustó mucho.
Pronto se calmó al escuchar que el infarto había sido el día anterior pero que, por expreso deseo de su padre, no la avisaron y que no les facilitó ningún teléfono hasta que lo subieron a la habitación.
Aquello le extrañó, pero el susto le impidió reparar mucho en ello.
Solo pensó en ir lo antes posible al hospital indicado.
Todo el estrés del camino, toda la angustia provocada, la impaciencia y las prisas por llegar se habían convertido en cierta ternura.
Ver a su padre así… en esa cama ligeramente inclinada, con una sábana casi por la cintura que dejaba ver el pijama verde claro, casi traslúcido, del hospital.
Está sudado, mal afeitado, despeinado…
Parece viejo, muy viejo.
Por primera vez ve a su padre como un ser doblegado, rendido.
Rosa busca razones y encuentra mil para perdonarse la distancia que ha mantenido con su padre a lo largo del tiempo, quizá toda la vida, quizá su padre solo fue su padre cuando bebía tés imaginarios en las tacitas rosas de juguete.
Nunca se había fijado tanto en él, tan de cerca. Ese cuerpo enorme. La rojez de los surcos que dibujan las arrugas del cuello, los pelos de las orejas, los de la nariz…
Ve a su padre como un hombre, un señor con un cuerpo extraño. Nada familiar.
Fermín abre un poco los ojos, la luz no le permite hacerlo del todo.
Ve a Rosa, que se acerca y le coge de la mano.
—Qué tal, papá? Cómo estás?
—Bueno… Supongo que bien.
—Sí… El susto ha pasado. Ahora toca reposar y después, ya sabes, habrá que cuidarse un poco.
Fermín afirma con la cabeza, cerrando los ojos y arqueando las cejas.
—Sigues fumando?
—Qué va. Llevo ya cuatro años sin fumar…
Se miraron.
—Estabas solo? Dónde fue?
—Me pilló en casa. Acababa de subir de comprar en el chino. Me dio un dolor y supe que me estaba dando un infarto. Llamé a urgencias y vinieron enseguida. Mientras, me cuidaron los vecinos del tercero.
—Cómo no me llamaste? Por qué no quisiste que me llamaran?
Fermín mira hacia el lado de la ventana pero no dice nada.
—De verdad, papá, con estas cosas…
Una enfermera entra, mira la bolsa del suero, manipula el dosificador con forma de interruptor de lámpara y dice que va a por otra bolsa para cambiarla.
El silencio sigue reinando en la habitación 323 hasta que entra de nuevo la enfermera que, cambiando su tono de voz natural y como si estuviese hablándole a un niño o a un viejo, dice:
—Ya ha venido tu hija a verte. Estarás más animado!
Sonríen los tres.
La enfermera contesta algunas preguntas que le formula Rosa y luego sale de la habitación cerrando la puerta al salir.
Fermín le pide a su hija que le ayude a levantar un poco más el colchón. Se siente incómodo estando tan tumbado
—Hija, no quería molestarte ni asustarte. Por eso no quise que te llamarán, bastante tienes tú con lo tuyo —dice con cierto sarcasmo.
—Papá, por dios! Estás tonto o qué? Me ofendes con estas tonterías.
—No quiero dar problemas a nadie. Ya me conoces.
—No digas esas cosas. Tú no eres un problema para mí.
—Ya ves, no me pareció lo mismo cuando no me llamasteis para la comunión del niño. Ni cuando ves diez llamadas en tu móvil y no eres capaz de devolverme la llamada. Pensé que esta vez tampoco contestarías.
Rosa frunce el ceño. Le sorprende la actitud de su padre en una situación tan delicada.
Con voz serenamente forzada se acerca a la cama y le habla con cariño.
—Papá, no creo que sea un buen momento para que hablemos de cosas que no nos van a llevar a ningún sitio.
—Nunca es un buen momento. Me he dado cuenta de que estoy solo. Ayer cuando me llevaban en la ambulancia y me pidieron el teléfono de a quién avisar, me di cuenta de que estoy muy solo.
—No estás solo… Lo que pasa es que eres un poco cabezota…, pero ya está, ahora toca ponerse bien. Si quieres que esté más pendiente de ti lo hablamos más tranquilamente. Ha dicho la enfermera que ahora lo que necesitas es estar tranquilo. Así que estate tranquilo, que ya vamos viendo.
—Me tenía que haber muerto. Nadie me echaría de menos.
—Papá, pero qué cosas dices! Ya está bien de decir tonterías.
—Ahora vas a adoptar el papel de hija? Ahora que casi me muero? Te has tirado diez años sin preocuparte lo más mínimo por mí, y ahora que me da un infarto vienes a preocuparte? Lo mismo vienes para ver si me muero ya.
—Papá, así no. No me parece correcta esta actitud tuya.
Fermín interrumpe.
—Desde lo de tu madre, sólo me has dado de lado. Me has hecho sentir culpable. Todos estos años me has estado ignorando y ahora vienes y te sorprende que no haya querido que te llamasen…
—Papá, vale ya, no? Quieres que me vaya?
—Pues la verdad es que me da igual.
—Estoy intentando de todas las maneras ser cordial y de ti solo salen mierdas. Vamos a calmarnos y estemos más tranquilos.
—Solo como un perro. Como me tratasteis tu madre y tú toda la vida.
—Papá! Mira, me voy a bajar a la cafetería a tomarme un algo y espero que cuando suba estés más tranquilo.
—Sí, vete. Como has hecho siempre. Vete. Y ahora le cuentas a la zorra de tu madre que me estoy muriendo. Así os reís un rato las dos.
—Ya está bien, coño! Para qué sacas a mamá en todo esto? Quieres calmarte?! Joder! Te acaba de dar un infarto y sólo tienes maldad en la cabeza! Coño! Que ya me has cabreado! Tú crees que a alguien le va apetecer venir a verte con esa actitud? Por qué has tenido que insultar a mamá? A cuenta de qué? Quieres dejarla en paz? No me hagas recordarlo todo, porque entonces sí que me voy!
—Si en paz está la hija de puta… Si después de esto va a estar mejor.
—Mira, papá, no te aguanto. He venido pensando otra cosa de ti. Intentando no recordar muchas, muchas cosas y mira lo que me encuentro. Estás lleno de odio, estás solo y todavía te permites el lujo de insultarme. A mí. A mamá. O cambias o al final vas a pasarte la vida jodida. No se puede ir todo el día jodido.
—Y cómo coño voy a estar? Si me jodió la vida. Claro… Como tú tomaste partido por tu madre y os pusisteis contra mí.
—Papá, la encontré en el suelo sangrando por la nariz y llorando… Estás loco o qué? Es que no te acuerdas? No sé qué coño hago aquí. Me voy! Paso de aguantar tus impertinencias!
—Claro, claro… Nunca entendiste el daño que me hizo… Siempre pensé que tú lo sabías…
—Estás loco, papá. Ni en un momento así dejas de ser un amargado. Me da mucha pena que te pase todo esto. He venido de buenas… No puedo contigo. Te veo y sólo sabes gruñir. No hay quien te aguante. Lo siento. Adiós.
—Eso. Vete. Déjame solo.
—Solo, papá? Si ya estás solo.