Llegó a su casa después de una jornada de trabajo que le había dejado exhausto. Demasiado esfuerzo físico, pensó. Condujo su coche por las calles de aquella ciudad sin nombre, aquella ciudad tan normal como otra cualquiera, completamente anodina. Nada en su arquitectura la haría distinguirse de otra población vecina. Aparcó su utilitario en la entrada del garaje. No solía introducirlo en éste hasta la noche, cuando ya empezaba a oscurecer y sabía que no tendría que volver a usarlo hasta el día siguiente. Se miró en el espejo retrovisor antes de bajar del vehículo. Seguía siendo atractivo, seguía teniendo esa aura angelical que siempre había vuelto locas a las mujeres, que se desvivían por cuidar de él, y meterlo en sus camas. Sí, todavía causaba ese efecto a sus cuarenta y pocos, se dijo.
Sus hijos estaban jugando al baloncesto en el patio trasero con una canasta que les había colgado de la pared hacía no mucho tiempo. Dos chicos sanos y fuertes, guardaban un cierto parecido físico con él. El vivo retrato de sus genes, pensó. Se sentía orgulloso de sus vástagos. Tenían buenas calificaciones en la escuela y eran grandes deportistas. Probablemente uno, o tal vez los dos, lograría en el futuro una beca deportiva para ir a la universidad y quién sabe si ser deportista profesional. Ese era uno de sus sueños de infancia que no se había podido cumplir. Tal vez esta generación sí lo lograría.
Ellos tenían adoración por su padre. Era un ejemplo a seguir, su guía espiritual. Siempre que se encontraban en alguna situación peliaguda pensaban en lo que su padre haría, y salían con éxito del trance. Tal vez algún día fueran grandes hombres como él. Eso deseaban porque así lo veían, como un gran hombre. Les daba buenos consejos respecto a cualquier tema. Cuando tuvieron la edad suficiente, les aclaró todo aquello que desearan saber sobre las chicas y el sexo. Siempre con preservativo, les aconsejó. No quiero que me hagáis abuelo demasiado pronto.
Su esposa se encontraba en la cocina preparando el almuerzo. Le recibió con un beso en los labios y una caricia en la mejilla. Era una mujer muy bella, probablemente la más bella del lugar. Su pelo rubio caía hasta la mitad de la espalda y sus asombrosos ojos verdes lo miraban fijamente como si pudieran llegar hasta lo más profundo de su ser. Sí, ella era la persona que mejor lo conocía. Empezaron a salir en la Secundaria y desde entonces no se habían separado. A su impactante belleza unía unas fuertes inquietudes intelectuales y literarias. En el colegio ganó varios concursos de relatos, cosa que continuó haciendo en los años siguientes con todos aquellos certámenes a los que se presentaba. Pero sólo era un entretenimiento para ella, jamás se planteó algo más por ese camino.
Mientras le servía una cerveza fría a su marido le recordó que aquella tarde tenían que ir a la Iglesia. Se habían comprometido con el párroco unos días atrás y no podían faltar. No podían negarse, insistió al ver la cara de cansancio de su marido. Generalmente no le resultaba pesado ir la Iglesia, pero ese día se encontraba más cansado de lo habitual. Era un fiel devoto, de misa de domingo y donaciones regulares. Su madre, que en paz descanse, una santa a la que adoraba, le había inculcado su devoción y sus buenas costumbres. Era una conocida miembro de la comunidad a la que pertenecía y prácticamente mano derecha del Padre Ángel, antecesor del párroco que les guiaba ahora.
¿Algún problema en el trabajo?, le preguntó su mujer, a lo que él contestó que no, simplemente un usuario les había dado más problemas de los esperados, pero al día siguiente continuaría con ese tema en las instalaciones. Su esposa estuvo de acuerdo con él en que la gente a veces es demasiado testaruda y le hacían pasar malos ratos en su empleo, pero de todas formas eran pequeñas dificultades que no le hacían plantearse dejarlo ni por asomo. Era una labor importante.
Cuando sacó la basura aquella noche, aprovechó para fumarse un pitillo lejos de la mirada censuradora de su esposa. El humo que se colaba hasta sus pulmones le liberaba de las tensiones diarias. Un perro se acercó al árbol sobre el que estaba apoyado y comenzó a mear sobre el tronco. Los aullidos del animal resonaron calle abajo tras la patada que había recibido. Sus ojos estaban más vivos que nunca. Una sonrisa de triunfo se reflejó en sus labios.
Hizo el amor con su mujer con la misma pasión que ponía en todo lo que emprendía. El cuerpo de su esposa lo excitaba sobremanera. Su esbelta figura, a pesar de la maternidad, era toda una tentación a la que no podía resistirse. Se hundía en ella provocándole un placer que atenuaba para que no les escucharan los chicos.
Por la mañana el sol relucía en todo su esplendor. Dejó a su mujer durmiendo desnuda en la cama y se levantó. Tras una rápida ducha y un desayuno austero, creía en el ayuno y las comidas frugales, se dirigió a su puesto de trabajo. Al enseñar su identificación en la verja de acceso, le abrieron las puertas y aparcó en la plaza de siempre.
Iba dando los buenos días a medida que se cruzaba con compañeros o superiores. Le informaron de que el usuario del día anterior seguía en la misma disposición. No había habido avances. Un gesto de disgusto ensombreció su rostro. Ya veremos cuando vuelva a hablar con él, espetó.
Las instalaciones eran completamente asépticas. Paredes blancas, mesas y sillas de acero inoxidable, vasos de papel para el café. Todo rezumaba pulcritud. Cuando entró en la habitación donde lo esperaba el usuario problemático, los ojos de éste se cubrieron de pánico. Tenía la sangre seca en la cara y en el cuerpo. Nadie lo había tocado desde su último encuentro. Parece que no quieres decirnos lo que queremos saber, le dijo a aquel hombre que casi había dejado de serlo. De inmediato una lluvia de golpes se descargó sobre él. No era una buena actitud y así se lo hacía ver. Yo quiero ayudarte, pero tú no me dejas, le decía mientras estrujaba sus testículos hasta arrancarle los restos de virilidad que le quedaba a aquel cuerpo destruido. Ya no era un ser humano, era sólo una masa sanguinolenta. Si nos dices quienes son tus amigos subversivos, el Presidente tendrá piedad de ti. Por favor, habla y acaba con esta situación que no nos es grata a ninguno de los dos. Su tono de voz era absolutamente neutro mientras pronunciaba estas palabras. No era la primera vez que se las decía a un usuario de las instalaciones gubernamentales.
Volvió a su casa a la hora de todos los días. Sus hijos jugaban al baloncesto en el patio trasero. Besó a su esposa y se sentó en una de las sillas de la cocina. ¿Cómo ha ido hoy con el caso de ayer?, preguntó ella. No tendré que preocuparme más de ese asunto, dijo mientras cogía la lata de cerveza que le había llevado su esposa. Una lástima, dijo ella. Sí, asintió él. Hay gente que no sabe lo que le conviene, apostilló.