Salió, sigilosa, a estirar las piernas. Se derramó su melena de fuego abrasando mi almohada. Yo me hacía el dormido y ella me miraba desde el alféizar de la ventana como si fuera a salir volando, con sus alas rojas, a la madrugada.
Me envolvió como una bruma cuando entró en la cama. Teníamos dos pieles y era la suya la que más nos gustaba.
—Me siento como en casa, dijo, suave, entre dos gemidos.
—Ya era hora de que llegases, hacía tiempo que esperaba.
Llevábamos dos siglos en aquella cama. Y merecía la pena cada gota… De sangre… Derramada.