Robert

Un piloto de fórmula 1 llamó a mi casa a las 3 de la mañana de un lunes para decirme que alguna vez había corrido para McLaren en un M23 pintado con los colores de cigarrillos Marlboro y que entonces no existían los teléfonos móviles. Me habló de esta rubia que se emborrachó con él después de una carrera y que le decía cada treinta segundos «bobby, eres el mejor de todos los tiempos. Eres un monstruo, Bobby». Me dijo que las chicas de ahora no tienen sentido porque se dan muy baratas y hasta se anuncian en Facebook, que dijo «féisbul», o chats gratuitos por internet. Tosía en el teléfono y se oía la tele sonando en el cuarto desde el que me estaba llamando. Me preguntó que si alguna vez había querido a una rubia o que si había visto a alguna desnuda. No respondí, seguía más o menos dormido y no reaccionaba. Entonces siguió hablando de otras cosas: meses más cálidos, boquillas para fumar Crisol, zapatos que duran mucho, unos anteojos con montura de resina que tenía puestos, me djijo, sobre la punta de la nariz para leer el periódico y ver la televisión al mismo tiempo. Preguntó que si tenía una tele de esas culonas y me contó que cuando esas llegaron al mercado fue una locura, una revolución, dijo, de resolución y color. “Ahora la gente las tira por la ventana cuando no pasa nadie allá abajo, apuntan siempre al contenedor de basura pero es raro que acierten y no la revienten contra la acera”. Preguntó que si estaba viendo la tele y dijo que pusiera el canal Tdp de deportes. Carraspeó, se aclaró la garganta y esperó, supongo, a que buscara el control remoto en la mesa de noche. “La número 14”, dijo, es muy parecida a la rubia que decía «Ay, Bobby, oh, chico, eres único» después de la carrera. Encendí la tv, cambié hasta Tdp. Era un partido de hockey sobre hierba de España contra Alemania. Casi todas eran rubias del lado alemán pero no se veían los dorsales.

—Tienes que esperar a que hagan otro acercamiento, —dijo—, ya la verás. Tiene la nariz salpicada de pecas y una goma de pelo en la muñeca—.

Pasó un rato. Los comentaristas trataban de darle emoción al partido pero había pausas tal vez demasiado largas entre los comentarios que hacían. “¡Ésa!”, dijo el piloto mientras tosía (de esas toses que te obligan a sacar la lengua), y hacía esfuerzos para decir «la que tiene la pelota».

—Era un coche blanco con rojo, una bestia —dijo—. Acelerabas y se te encogía la picha. Como una tortuga amenazada. Hacía PAAAM PRRRRAAAM PAAAAM. Sentías el vapor del motor en el cristal del casco, te calentaba las orejas.-

No dije nada.

—Por cierto, chico, ¿cómo te llamas?
—Sadik.
—Oye, Sadik, ¿te importa si fumo en el teléfono?
—No.
—Compré un paquete de Camel esta tarde. Me da igual, ¿sabes?, lo que diga la doctora. Tiene un buen culo, la jodida.
—¿ah, sí?
—Oh, sí. —dijo—.

Se escuchó el chasquido del encendedor, después la voz de quien sujeta un cigarro en los labios.

—¿Has hecho el amor alguna vez, Sadik?
—Ja-ja pero… ¿Eso importa? —dije.
—Estoy tratando de recordar cómo se sentía, Sadik, nada más.
—¿Y por qué tengo que recordártelo yo?
—El anuncio del periódico dice que buscas compañeros o compañeras de piso. Supongo que eres joven y que puedes engañar chicas de vez en cuando.
—Supongo.
—¿Qué mierda estudias, Sadik? Aparte de pasártela callado en el teléfono.
—(…)

—A las chicas de antes tenías que trabajártelas bien, ¿sabes, Sadik? No quedarte callado. Y quieres que te diga una cosa, no bastaba con invitarlas a una copa como hacen ahora porque eran más listas que tú y tomaban una quinta parte de lo que decidieras beber tú. Eran calculadoras humanas, Sadik, las muy zorras.
—¿Y la rubia?
—Oh, la rubia era una chica del futuro, Sadik. Ella hubiese hecho cualquier cosa con tal de pasárselo bien un rato. En tiempos de ahora no habría sobrevivido tanto, se habría atragantado con pastillas y alcohol etílico o la hubiese atropellado un taxi.
—Y ahora —dije—, ¿todavía se ven?

El piloto se calló. Se seguía oyendo la tele, el eco de la suya después de la mía por el retraso del teléfono. Sopló, tiró, supongo, el humo de su cigarrillo Camel.

—Sadik —dijo— dejé el McLaren pintado de rojo por esa rubia que se lamía los antebrazos y se estiraba sobre cualquier sillón que encontrara como un gato. Estoy esperando que llegue el espacio publicitario para encontrarme con ella. ¿Sabes, Sadik? Se parece mucho a la rubiecita que acaba de perder la pelota.

Las jugadoras españolas contragolpearon, el comentarista dijo “vamos España, vamos España” y los dos nos quedamos callados un rato en el teléfono viendo la jugada.

—¿A qué hora te duermes, Sadik?
—Depende.
—Depende, ¿eh? ¿Cómo llevas el sueño?

Vi la hora con el botón de “info” del control remoto: 3:24 am.

—Bien, supongo.
—¿Supones?
—Sí, supongo.

El comentarista se lamentaba por la oportunidad desperdiciada de España. Las alemanas habían descuidado la defensa y dado vía libre a la española que se fue sola contra la portera y disparó torcido en vez de pasar la pelota a la compañera que extendía los brazos. Ahora aparecía en la repetición maldiciendo en cámara lenta y somatando el bastón contra la grama sintética.

—Llevo 3 noches sin dormir pensando en esta vez que salimos a comprar alcohol en medio de la noche, ¿sabes, Sadik? Pero la tienda estaba muy lejos y decidimos acortar el camino atravesando una plantación de naranjas que había cerca de la casa que rentábamos para el verano. Saltamos la valla sin más y fuimos siguiendo una línea interminable de árboles.

—La rubia me dijo que tenía ganas de cagar cuando íbamos ya cerca de la casa patronal, más o menos a la mitad de la plantación de naranjas. Una casa grande, Sadik, colonial, de dos niveles con una terraza y corredores con arcos de medio punto. “Bobby, hablo en serio, me estoy cagando encima, tengo caca en el culo”, me dijo. Pensé que bromeaba y le dije que se tirara un pedo, que se le iba a pasar con eso. Pero entonces se detuvo y dijo que no iría a ninguna parte, no podía más. Se empelotó agarrándose de mi brazo para no caerse al sacarse el pantalón con los zapatos puestos y se alejó un poco desnuda y se puso en cuclillas con sus deportivas blancas al lado de un árbol lleno de naranjas y empezó a hacer ruidos de esfuerzo y traté de contener la risa pero ella vio que me estaba atragantando de risa, tenía la cara hinchada de risa, y se echó también a reír y entonces empecé a escuchar el chorro de pis saliendo irregular sobre las hojas del suelo y era tanta la risa que a la rubia le temblaban los muslos, la tripa, los brazos y se mojaba los calcetines, los zapatos blancos con el pis. Sólo después de un rato se puso seria y volvió a hacer los ruidos de esfuerzo de antes y entonces empezó a cagar. “Ahhhhhh”, dijo en el primer descanso, “ya falta poco”. Cuando terminó de hacer lo suyo me dijo que le buscara hojas secas pero era de noche y el suelo estaba mojado y era difícil seleccionar hojas que valieran la pena. Así que le ofrecí mis calcetines y me quité un zapato y probó con el derecho pero dijo que no servía de nada y que “¡Bobbyyyyyyy! No seas malo. Consigue algo que valga la pena, esto es humillante” y los dos nos echamos a reír a gritos. La dejé en cuclillas con el culito todavía al descubierto y el calcetín en la mano como si fuera un títere sin ojos y manchado de caca.

—Las luces de la casa de la plantación estaban apagadas y pensé “no hay nadie”. Corrí hasta la veranda, el zapato derecho sin calcetín y tal vez demasiado frío y flojo. Comprobé que la puerta principal estaba cerrada con llave. Di la vuelta a la casa probando las ventanas y, para no hacértelo largo, resultó que una de las correderas laterales no estaba asegurada. Así que entré metiendo primero la cabeza, ya sabes, apoyándome luego en el suelo de la casa con las manos, los pies los últimos en atravesar el marco. Encendí una lámpara y no tardé en encontrar el baño siguiendo el pasillo principal. Saqué el rollo entero del dispensador de papel y cuando volví cerca de la ventana para apagar la lámpara y salir vi una botella de Johnny Walker, más bien la caja de un Johhny Walker Blue Label sobre una especie de mini bar que había en el salón. Abrí la caja, a veces sólo las dejan de adorno pero esa vez había una botella dentro con más de la mitad del whiskey, estaba casi llena. La dejé donde estaba, ya sabes, Sadik, primero lo primero, la rubia haciendo caca y no hacerla esperar demasiado. Llegué junto al árbol de naranjas, ella tenía las piernas muy cansadas, me dijo, de aguantar tanto en cuclillas y la estaban empezando a molestar las moscas. Se limpió y se volvió a poner los pantalones. “Gracias, Bobby, eres un cielo”, dijo. Le conté lo de la botella de Johnny Walker que había visto en el mini bar y se le iluminaron los ojos. Así que fuimos juntos a la casa patronal, otra vez la operación de la ventana y las manos en el suelo para poder entrar.

—Saqué dos vasos que, me acuerdo, ponían Germany World Cup’74 en el vidrio y serví la primera ronda a poco menos de la mitad. La rubia agotó el whisky de un trago y se quitó los zapatos salpicados de pipí y los calcetines también húmedos y los extendió en la mesita de centro. Se acostó descalza en el sillón y dijo que le apetecía fumar. Estuvimos repitiendo vasos de Walker y cigarros Camel hasta que, supongo, las nubes de humo subieron por las escaleras de la casa y se agolparon en la cancela de alguna habitación, tal vez el olor entraba por la separación de la puerta. La rubia se estaba quedando dormida cuando escuchamos un “¿Quién está allí?” ronco que venía desde arriba y el click de un interruptor de luz. Cuando la rubia reaccionó, el dueño de la casa, que creíamos ausente, zapateaba escaleras abajo con sus pantuflas y un garrote como de cavernícola en la mano que se movía con el terror y repugnancia que producen los intrusos a altas horas de la noche. La rubia metió la cabeza por la ventana pero el proceso no era tan rápido y sólo podía hacerse de uno en uno. Así que me alejé de la ventana y me protegí con el sillón. El dueño de la casa ya estaba en la sala y tiraba palazos al aire y me perseguía alrededor de los muebles. Corríamos los dos en círculo y a veces cambiaba el sentido de la vuelta para sorprenderme. Gritaba “¡Eh!, hijo de la gran puta” ¡Eh! Eh! ¡EEEEH!, hijo de la gran puta, hijo de la gran puta, hijo de la gran puta”. Eché un vistazo a la ventana mientras corría y luego de quedar otra vez del lado más favorable en relación a la pared me arrojé de cabeza, como un nadador o un león amaestrado, Sadik, para entrar justo en el marco de la ventana con un clavado mediocre y salir antes de que el dueño me diera con el palo, que te dije antes, más parecía una pierna de pollo gigante que palo. Empujé el cuerpo por la ventana sacudiéndome como una culebra hasta destrabar el zapato y estar del otro lado de la pared. “¡Eh! ¡EEEEEEHHH! Hijo de la grandísima puta” se volvió a escuchar. El grito era como colérico, chillón, de alguien que grita llorando. La rubia se reía en el corredor de la casa y corrimos juntos a cualquier parte de la finca, perdiéndonos en la noche y en los árboles negros sembrados en fila.

—Estas últimas noches estuve pensando en el viejo que se encontró los zapatos y calcetines mojados sobre la mesa de la sala, ¿sabes, Sadik? La sala de su propia casa, después de tomarse un vaso con agua y sentarse un rato y esperar a que se le pasara el susto. ¿Qué crees que habrá hecho con ellos, Sadik, los zapatos? A veces me hubiese gustado volver a la casa de la plantación de naranjas y pedirlos de vuelta después de pedir perdón. Guardarlos, ¿sabes, Sadik? Sólo eso. La rubia había orinado sobre ellos y te aseguro que aún los tendría conmigo, Sadik, en noches como esta.

España y Alemania empataban a 3 a dos minutos del final. El piloto bostezaba en el teléfono.

—Voy a encender otro cigarro, Sadik.
—Adelante con eso.
—No te preocupas por mí, ¿verdad, Sadik? No te importa que fume dos cigarros seguidos.
—No te conozco.
—Ahora sí que me conoces, Sadik.
—No sé por qué llamas, viejo. ¿Sabes la hora que es?

Alemania tuvo una ocasión clara pero la portera española se sentó en el suelo y logró desviar la pelota con la pierna. La alemana soltó el bastón y se llevó las manos a la cabeza en señal de incredulidad. Faltaba un minuto para el final.

—Viejo —dijo—. Eso es justamente lo que pienso esta noche, Sadik. Viejo.

Un piloto de fórmula 1 llamó a mi casa a las 3 de la mañana de un lunes cualquiera para hablarme de jabón de manos marca Vera y alfombras de baño adhesivas y pañuelos de bolsillo difíciles de conseguir ahora y esa pistola calibre 44 que nunca había disparado antes y que seguramente no se acordaría de haber disparado. Marcó el número porque escogió uno en las páginas amarillas en un apartado de “se busca compañero de piso”. Quería contar a alguien que alguna vez había visto dormir a una rubia desnuda en un sillón de dos plazas y que habría podido perfectamente apoyar un vaso de leche en su espalda si así lo hubiese querido o sus pies sin calcetines o el control del televisor o, por qué no, su cuerpo entero en calzoncillos. Me dijo que iba más rápido, la rubia, o con más violencia que lo que recordaba de ese McLaren M23 pintado con los colores de cigarrillos Marlboro. Dijo que se iba a volar la maldita cabeza al llegar al espacio publicitario y que sólo quería encontrar a una rubia en la televisión por cable antes de hacerlo, “salpicar la cabecera”, fue lo dijo. Colgué el teléfono. El partido terminó con las jugadoras de ambos equipos dándose las manos sudadas con las caras rojas descubiertas por el pelo recogido. El primer anuncio que apareció fue ese de Danone en el que aparece Marc Márquez luchando por comerse un yogurt que todos le quitan.

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Daniel Castillo, Ciudad de Guatemala, 23 de abril de 1994. Es estudiante de Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca. Ha publicado en revistas digitales y antologías de textos mínimos. Ganador del II Certamen Literario Mario Benedetti 2015 organizado por la Universidad de Alicante en la modalidad de cuento. Lector voraz, narrativa siempre más que poesía. Cuelga textos esporádicamente en su blog. Cualquier intento de contacto es más que bienvenido y mejor si es para quedar a tomar una cerveza. ¡Salud!

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