Quejidos

A veces echo de menos esa que no soy. Me miro en el espejo, tumbada en la cama, desnuda, boca abajo, los pies en alto. Esos pies de bailarina que nunca bailaron, pero sí se empeñaron en pasar por la vida de puntillas sin hacer ruido, para no molestar y que alguien tenga que escuchar quejidos, o gemidos, qué más da.

Acaricio mi cara sin maquillaje, recién lavada y no veo nada. Ni ojos, ni nariz, ni boca, ni barbilla. Absolutamente nada. No sé si hay alguien en el espejo. Lo que es peor, ni siquiera sé si hay alguien encima de la cama, de quién son esos pies minúsculos con la curvatura perfecta que da la simetría de lo imperfecto. Ya no los veo. Miro la colcha azul empapada de agua, huelo a suavizante y sales de baño, saboreo en mi boca el último cigarro que me fumé antes de empezar. Pero ya no soy capaz de tocarme.

Leo el último mensaje que llegó a mi teléfono. Cómo decirte que no puedo verte porque me he quedado ciega, que mis manos ya no acarician, que son llagas, que no suenan, que la hierba se ha convertido en madera.

 

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