Cuando abrió la puerta el olor de aquel aula era distinto, ya no se respiraba el seco aroma a tiza gracias a las pizarras Veleda, pero la esencia seguía siendo la misma. En aquel espacio estaban atrapados los gritos, las risas, los lloros de muchas generaciones.
Volvía veinte años después de su última clase. Los roles se habían invertido y ya no era la niña de trece años que se sentaba en la primera fila escondida en sus grandes gafas. Nunca imaginó que volvería, mucho menos convertida en maestra. Podía verse allí sentada atendiendo a las explicaciones del profesor y poniendo malas caras cada vez que los chicos de la última fila hacían alguna gracia que interrumpía las explicaciones de literatura.
—María Bonet, a la pizarra. A ver si usted es capaz de acabar el ejercicio que su compañero no parece entender.
Siempre lo resolvía y siempre veía las caras de desaprobación de sus compañeros cuando volvía a su mesa. “Empollona”. Pero había uno que nunca la miraba, Marcos Barroso, que sentado en la última fila se limitaba a pintar en su pupitre sin levantar la vista. Aquello la indignaba, muchas veces le hubiera gustado que la gritara empollona aunque fuera para saber que existía. Claro que aquello era un amor imposible, los separaban tres insalvables filas de pupitres. Se acercó a la mesa que un día ocupó y pasó la mano por encima, seguían siendo las mismas. La que era suya estaba casi en el mismo sitio. Con alguna que otra inicial pero poco más, estaba claro que era una de las mesas de los empollones. Luego paseando la mano y saltando las sillas con ella fue acercándose al fondo de la sala hasta la de Marcos, ésta sí estaba en el mismo puesto, por fin vería lo que dibujaba el chico malo. La Capilla Sixtina de las pintadas, había alguna que otra en lenguaje sms que obviamente descartó fueran de él, pero era claramente la mesa de Marcos porque en uno de los laterales aún se podía leer su nombre grabado con un compás. Un hombre ahorcado con la lengua fuera la miraba desde el fondo de muchas pintadas, bajo sus pies “Marcial cabrón”, esa era suya. Marcial fue su profesor de literatura durante un par de años. Buscó más y se sonrojó como una tonta. En una esquina se podía leer “M B x M B”.