El perro negro II

El cielo encapotado de nubes negras oscurece la mañana, que queda cubierta de sombras amenazantes. Una fina penumbra otoñal envuelve el ambiente plomizo del amanecer. La atmósfera pesada y contaminante del lunes aplasta la vida en el exterior, que intenta abrirse paso a duras penas una semana más. El caos ruidoso de la urbe que despierta llega a mis oídos como el eco sordo de una vida anterior. Somnoliento, mis ojos se abren lentamente, pegajosos de nostalgia. Una luz grisácea atraviesa el ventanal del dormitorio: la habitación del pánico.

El perro negro me observa desde el jardín de la esperanza. Debo salir a alimentarlo un día más. Es mi responsabilidad. La única. No puedo dejarlo morir. Ya forma parte de mí. ¿Qué pasaría si lo abandonara a la intemperie? ¿Moriríamos ambos de inanición? Debo aceptar que siempre estará ahí fuera, vigilante, y que cada día tendré que alimentarlo, pero también adiestrarlo. Educarlo para que no se abalance sobre mi cada día, tirándome al suelo, revolcándonos en el fango. No puedo permitir que muerda la mano que le sustenta. No puede ser mi amo.

Salgo al exterior y me abrazo a él sin miedo. El perro, sorprendido, se queda inmóvil. Cerramos los ojos. La niebla húmeda del amanecer nos envuelve con un manto de melancolía.

Somos uno. Comienza el día.

Este texto fue publicado antes en el Instagram de @jonascandalija.  

Puedes leer aquí la entrega anterior de  ‘El perro negro’. 

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