Fuimos seres de luz, desde el principio nos enseñaron a amarla. Sabíamos, como hoy sabemos, que las sombras son nuestro reverso oscuro pero nosotros mismos al cabo. Que dormidos en las penumbras están los peligros y a la vez la calma. Que las tinieblas de la tormenta están preñadas de destrucción pero también de vida y de esperanza.
Pero el negro, la oscuridad total y ciega, es el cero absoluto de la nada. Habíamos decidido combatir la nada, incluso hacia el mayor dolor, a través el mayor de los sufrimientos. Antes la llaga de la espada que las pupilas vacías del abismo, que la muerte en nuestra mirada.
Pero aquel día aciago el Sol nació muerto. Todos temblaban cuando vieron la gigantesca sombra de la Luna tragarse poco a poco al disco brillante, padre de toda vida. Desde los ríos y las montañas, multitudes desorientadas llegaron a la cueva como una marea oscura, arrastrando el alma.
Cuando se completó la tragedia, el círculo se cerró en torno al Chamán. Vieron como cubría su cara con cenizas, desde el suelo alzó su tullida figura deformada, tomó la gran máscara del león desollado y se tocó con ella mientras el fuego blanco ardía tras él. Un líquido negro y viscoso sangraba bajo la máscara cubriéndolo por completo. Ya sólo podían distinguir sus enormes ojos alucinados en aquella terrorífica silueta surgida de un charco de hiel.
El Chamán no quiere fuegos ni luces hoy. Él quiere que se apaguen las ascuas. Que den todo por perdido en esta noche tenebrosa y helada. Amparados por la oscuridad absoluta del eclipse, todos danzan en la cueva danzas macabras. El terror funde a las víctimas y los verdugos, van a entregar a la oscuridad a la más inocente de las muchachas. Con un cuchillo de hueso negro partirán por la mitad su alma.
Y funcionará el conjuro, como cada vez. Pese a los gritos, pese al horror, el sol brillará mañana.