Arrojo al suelo un cigarrillo: Pall Mall. Camino con poca presteza por una acera totalmente intransitada, cuasi tambaleante, sí, como si el paso del tiempo no fuera algo que me incumbiera en absoluto. Llevo conmigo una maleta. Me pregunto por qué no hay nadie a esta hora de la mañana cuando es lunes. Abro una puerta y entro en un edificio. Enciendo un cigarrillo: Pall Mall. Dentro, espero para coger un ascensor. Tarda más de lo habitual. Mientras espero, un anciano con bastón y enormes dificultades para caminar pronuncia palabras al azar mientras se dirige a la puerta de salida del edificio:
—Hoy en día nada es como era. Los jóvenes, esos malditos cabrones, se lo están cargando todo con su nihilista visión de la vida.
Me río. Ese jodido anciano tiene toda la puta razón. La puerta de salida del edificio se cierra. A lo lejos, se oye un grito del anciano:
—Sí, vosotros, hijos de la gran puta.
Decido subir por las escaleras. Me tropiezo un par de veces, pero sigo adelante. Aún tengo alcohol circulando por mis venas. Quién sabe, circulando por mi cabeza, por todos y cada uno de mis circuitos neuronales. Me detengo ante la entrada de la redacción. ¡Joder, sigo borracho! Voy a entrar. Entro. La redacción del periódico no es más que una sala de no más de cien metros cuadrados, compuesta por distintos departamentos descubiertos. Camino varios pasos en dirección a mi pequeño despacho –descubierto, como todos– ante la atenta mirada de mis colegas de trabajo. Es evidente que trato de ser irónico, pero no se lo tengo en cuenta… “a ninguno de ellos”. Ni siquiera al hijo de perra de Alvarito, que en la última cena de empresa se tiró a la que había sido mi novia sólo una semana antes. Lo de menos es que ella lo hiciera por despecho y él lo hiciera, precisamente, porque es un hijo de perra. Pero no, no se lo tengo en cuenta. Finalmente consigo sentarme. Cojo el ratón de mi ordenador y lo agito. La pantalla se enciende: cero mensajes, okey. Encima del escritorio hay diferentes periódicos y recortes varios. Miro en derredor. Nunca me ha gustado esta expresión, en derredor, pero soy consciente de que suena bien, de que es una frase literaria. Dos de mis colegas me dirigen miradas de desdén –¡que os jodan!… pero, tranquilos, no os lo tengo en cuenta– y la nueva becaria –¡mierda, se me ha vuelto a olvidar su nombre!– me dedica una sonrisa cuasi –cuasi, esa palabra sí que me encanta, joder– pícara, cuasi avergonzada y cuasi entrecortada. No lo haces nada mal en la cama, chica, pero siento decirte que tus conversaciones dejan muchísimo que desear. Abro el procesador de texto que el ingenioso informático Don Fidalgo, sobrino del jefazo, creó para este nuestro periódico. Abrir archivo: Sobre el sentido y su búsqueda. Reflexiones al azar. Coloco las manos sobre el teclado, y comienzo a escribir:
Un día más… de una semana más. Un lunes más de un septiembre más de un año más. Dos días para cumplir un año más… ya. Y aquí seguimos… escribiendo divertidas crónicas de sociedad.
Me percato de que hace casi diecisiete años que no he vuelto a escribir nada en absoluto. Casi… ¡casi diecisiete años, sí! Rectifico: ¡puta borrachera! La semana pasada. No, hace dos días escribí la Decimocuarta, sí, cuando recibí la carta. Hace dos días, seguro. Hacía años que no escribía a mano, quizás por eso no lo recordaba. Dejo de escribir. Cojo un recorte de periódico que está encima de la mesa y me dispongo a leerlo:
Un regalo de doscientas cincuenta mil setecientas noventa y siete rosas
El rico heredero de una de las mayores fortunas del planeta, el maltés Jeffrey Gash, de cuarenta años de edad, hizo llegar en la tarde de ayer un regalo de doscientas cincuenta mil setecientas noventa y siete rosas al panteón familiar donde yacen los restos de su fallecida prometida, Maura Devilly, veinte años más joven que su prometido, rica heredera que fue también de una de las mayores fortunas de toda Europa, la del empresario irlandés Aaron Devilly, y a la que nunca llegó a conocer físicamente.
Bla, bla, bla. Joder, tanto amor por una tía que ni siquiera llegó a conocer. Enamorado de una ¿maldita fotografía? Lo que hay que ver. Genial, se acerca mi jefe, Carmelo Rigana. Cuántas ganas de escribir tu obituario, maldito cabrón:
Fallece Carmelo Rigana a los cuarenta y nueve años de edad
(Cuasi) hombre con ciertos aires de superioridad y aspecto (cuasi) mafioso, entre sus aficiones se encontraban el póker y, sobre todo, abrillantar debida y cuidadosamente su potente, rojizo y descapotable Ferrari Testarossa. Bla, bla, bla.
Procuro contener mi aliento, procuro que mis párpados se mantengan en su sitio y, sobre todo, procuro no hablar lenta y entrecortadamente. Carmelo golpea con unas llaves en la mesa. Su rostro no es muy amigable, por decir algo. Respiro mentalmente y, también mentalmente, procuro, tras lo ya previsto, contar hasta diez. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… ¡a la mierda!
—¿Qué hay, jefe, un mal día?
Mierda, lo volví a hacer. Incluso la becaria, que se encuentra no sé dónde cojones en estos momentos, ha debido oler mi añejo aliento a Brugal Extra Viejo, por no mencionar la bajada de varios tonos de mis musicales párpados y mi voz lenta y entrecortada (y ronca… y ronca). No, no me gusta esa cara. Otras veces la he visto en circunstancias similares a esta –yo, sí, borracho–, sí, pero no así, no como ahora. Eran otros tiempos. De súbito, todo el alcohol de mi cuerpo baja a la altura de los talones. De súbito, comprendo más que entiendo. De súbito, trato de desentenderme de mi actitud chulesca y vuelvo de manera definitiva el rostro a la pantalla del ordenador. De súbito, trato de meterme la lengua en el culo.
—Sé lo que me vas a decir. Lo sé. No volverá a pasar, se lo aseguro, jefe. Ya está. Ni una más. En serio. La última vez. Seguro… Seguro, Carmelo.
Carmelo me mira, me observa, me psicoanaliza, joder. Tienes un problema con la bebida, chaval, y este no es el mejor sitio para buscarle solución…¡Deja de pensar por los demás, Bardo, joder, aún no estás despedido! Trata de ser positivo. Trata de ser positivo, Bardo. Carmelo deja una carta encima de la mesa. Trata de ser positivo, Bardo. Carmelo me mira –su rostro se muestra impasible, ¿impávido?… ¡Es lo mismo, joder, significa exactamente lo mismo!–… y se marcha. Trata de ser positivo, Bardo. Abre la carta. Seguro que es un ultimátum. Seguro, siempre hay un ultimátum, y tú, tú mejor que nadie, sabes que no lo ha habido. Y no, por supuesto que no… por supuesto que no puede echarte como a un perro, no después de diecisiete años de leal y faldero servicio. No puede hacer esto después de todo lo que hiciste por él cuando se divorció de la zorra de su mujer… ¡Si hasta yo me la tiré, joder! ¿Cómo demonios pude ser su paño de lágrimas? Ríete, Bardo, es lo mejor. Además, sabes que disfrutaste como un enano, carajo. Di que no disfrutaste aquel día que Rigana, abatido por el alcohol, te confesó entre lágrimas que su mujer te había nombrado mientras hacían al amor. Bardo, Bardo. Bienaventuradas las zorras, pues ellas –nadie mejor que ellas– hacen más visible la luz al final del túnel. Pero tengo que leerla, y sé, lo sé (¡trata de ser positivo, Bardo!), será un ultimátum.
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