Mil seiscientos euros (III)

Vuelvo a leer la carta para asegurarme de la fecha y el lugar. Dejo la carta sobre la mesa de escritorio y me largo. Al fin y al cabo, la carta en sí no es conditio sine qua non para poder acceder. Al fin y al cabo, soy una especie de invitado estrella. Es un hecho –irrefutable…– que no necesito invitación alguna. Porque no, no es una fiesta: es la antifiesta. Con todo, no necesito invitación, no: bastará con mi presencia. Todos me conocerán o, al menos, darán por sentado quién soy: su cara –pálida, caduca, ya marchita–, la mía –pálida, sí, pero aún perenne, florida–. Decidido. Solo antes de irme me percato. Inserta en mi vieja Underwood Five, una nota, escrita –en mayúsculas– junto a un tanga: TE LAS DEJO COMO RECUERDO… AUNQUE NO TE LAS MEREZCAS. INMA. ¡Inma, joder, ese era su nombre! Inma… “la salada”, pero cuánto dejan que desear sus conversaciones.

El Ferrari Testarossa de Carmelo Rigana se encuentra estacionado frente a la verja de entrada de un cementerio. En pie, Bardo sostiene un sobre entre sus manos, que aprieta con fuerzas. Bardo camina por diferentes caminos. A ambos lados, tumbas. En un momento dado se detiene y queda mirando al frente. En una inscripción, bajo una fecha, un nombre: Soledad Berenguer. Del sobre que antes apretaba con fuerzas entre sus manos, Bardo saca unos billetes. Comienza a contar cuánto suma el fajo. Luego, deposita el dinero junto al epitafio de la lápida:

“Tus hijos y nietos nunca te olvidarán. Descansa en paz”.

Sigo sin olvidarte, abuela, aunque esta sea la primera vez que te visite desde que, sin despedirte, te marchaste para siempre. Y como sabes de mi poco don de palabra, he decidido escribirte esta carta. Aquí te la dejo, junto a este sobre. Sí, llego dieciséis años tarde, aunque jamás he creído eso que muchos dicen: más vale tarde que nunca. Lo mismo que jamás he creído en las segundas oportunidades, pues todo suceso es único e irrepetible. No existen los segundos intentos para las ocasiones fallidas. Existen nuevos sucesos, únicos e irrepetibles. Stop. Bardo, comienzas a delirar.

Kilómetro dos de una carretera nacional más, y depósito en reserva. Treinta segundos después, una señal indica la presencia de una estación de servicio a mil quinientos metros. Intermitente a la derecha. Accedo a la estación de servicios y coloco el Ferrari Testarossa de Carmelo Rigana frente a uno de los surtidores de carburante. Un empleado se acerca para atenderme. Apenas sí ha dejado de ser un imberbe. Masculla para sí un joder, menudo carro, y luego me pregunta sobre el tipo de gasolina.

—Súper. Lleno.

Abro la tapa del depósito de gasolina y me llevo las llaves conmigo. Sí, soy desconfiado. No, no me fío ni de mi sombra. Mientras me dirijo a la tienda de la estación de servicio, el recién proyecto de hombre –imberbe hace nada– me saca una sonrisa con su delirante furia contenida en forma de insulto.

—Será gilipollar el tío —vuelve a mascullar, el hace nada imberbe.

Gilipollar. Me río. Enciendo el GPS: Cabo Machichaco. Mil veinticinco kilómetros; nueve horas y treinta minutos. Veamos si mamá tenía razón y tanto me parezco a él.

Puedes leer aquí (I) y aquí (II) las dos primeras partes de ‘Mil seiscientos euros’.
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