Maldito hijo de puta. ¡Cómo has podido hacerme esto, joder! Piensa, Bardo, piensa. Todos lo saben ya. Todos saben ya que estás fuera de esta mierda de periódico. Todos menos ella… No, su cara dice que también lo sabe. Pero ¿por qué tienes tantas ganas ahora de follártela a pesar de todo, a pesar de que sus conversaciones dejen tanto que desear? Bueno, Bardo, recoge tus cosas y retírate con dignidad. Una retirada a tiempo siempre es una victoria. Una victoria… ¡maldito gilipollas, has perdido! Uno sólo puede retirarse cuando aún no ha perdido la batalla. Tú, tú ya la has perdido. Y no la batalla… has perdido la guerra, im-bé-cil.
Vuelvo a caminar, deambular –¡vagar, joder, esa es la palabra!–, por la intransitada acera de hace apenas una hora. ¿Una hora? ¿Tanto? Ahora le gente va y viene. Sus rostros, los de la gente, nunca son felices a estas horas. Si cabe, la gente nunca parece feliz cuando camina, deambula, vaga por las calles. Siempre parece buscar algo, cualquier cosa, lo de menos es el qué. Y siempre, siempre con la mirada perdida. Y siempre, siempre es el tiempo lo que corre en su contra. Tic, tac. Tic, tac, ¡boom! Busco en la maleta un cigarrillo: Pall Mall. Necesito un cigarrillo, y lo necesito ya. Aquí está: Pall Mall. Sólo uno: suficiente. ¿Unas llaves? Frunzo el ceño. No, no es posible. ¿Sí? Venga ya. Sí, sí… te has llevado las llaves del potente, rojizo y descapotable Ferrari Testarossa de Don Carmelo Rigana Fidalgo. Genial, Bardo. Tres minutos exactos después, circulo por las calles de este pueblo de mierda a más de cien kilómetros por hora y soy el centro de atención en cada semáforo. Me miran mujeres y hombres; heteros, homos y lesbianas; gente de a pie y gente motorizada; enchaquetados y pordioseros… ¡me siento el puto rey de la calzada! Es una sensación única. Parezco lo que no soy, y me encanta. Deberían inventar una droga –¡drogaína, cómo me gusta esa palabra!– cuyos efectos fueran parecidos a esta suerte de placebo. Parezco lo que no soy, y me encanta. Play. Genial: la Voz.
All of me
Why not take all of me
Can’t you see
I’m no good without you
Take my lips
I want to lose them
Todo para mí. Stop. Eject. Antes de iniciar el siguiente verso, cual frisby, Frank Sinatra vuela por los aires. Parezco lo que no soy, y me encanta. Varios minutos después, me encuentro sentado sobre la placa de ducha del cuarto de baño mientras el agua golpea todos y cada uno de los poros de mi piel. Quedo allí, pensativo, con los ojos cerrados, las piernas flexionadas, los brazos apoyados sobre las rodillas y la cabeza introducida en el círculo que forman los brazos en su apoyo sobre mis rodillas. Frente a mí, una botella de ron Brugal Extra viejo, un vaso medio lleno –de ron Brugal Extra viejo, sin hielo, sin coca cola– y un cenicero con restos de colillas de tabaco. El efecto placebo se ha disipado. Parecía lo que no era, y me encantaba. Pero ¿por qué es siempre aquí donde más y mejor fluyen mis pensamientos? Sí, el agua purifica. Es eso: no cabe explicación alternativa. Porque sólo –y solo– cuando me deshago de toda mi mierda es cuando más y mejor fluyen mis pensamientos. Cada vez aquí es como comenzar de cero… comenzar-de-cero. Sentado sobre mi cama, miro a ninguna parte. Casualmente –quién sabe si causalmente– mis ojos apuntan a un viejo póster de la Torre Eiffel de París. No, no vas a ponerte melancólico. A mi lado, una pequeña maleta de color naranja. Cinco, diez minutos, quince quizás. Mira para otro lado, joder. Sí, es la Torre Eiffel. No, no es ella. A… Ab… Am… Es el símbolo del amor, sí. Una enorme A. ¡La Torre Eiffel es una gran, enorme y descomunal A! Vale, di su nombre. ¡Abril! Ya está, ya lo has dicho. Ahora, a otra cosa. Otros cinco minutos, otros diez. Luego pasa ese tiempo, mi mirada se dirige al techo del armario, a mi caja con agujeros. ¿De qué manera selecciona el cerebro los recuerdos físicos que queremos hacer permanentes? ¿De qué manera actúa mi cerebro para conseguir que no arroje a la basura una servilleta de papel con un mensaje escrito en rotulador azul y que fuera prefacio de la nada inevitable? ¿Cómo una caja rectangular de franjas horizontales de diferentes colores y tamaño normal –pero ¿qué es un tamaño normal? Y peor: ¿quién decide qué es un tamaño normal?–, agujereada para más inri, puede decir tanto con tan poco? Abro la caja. La carta, otra vez una carta.
[…] seiscientos euros (II) fue publicado en Murray Magazine el 9 de septiembre de […]