Mi vecina la del tercero

Mi vecina, como bien dice el título, vive en el tercero, justo justísimo encima de lo que es mi casa. El segundo, no podía ser otro.

Se llama Cayetana los lunes, Daniela los martes, Bibiana los miércoles y los jueves y ya, a partir del viernes, es simplemente “nena”, “bonita” y “ven aquí que te vea yo bien”.

Ay. Mi vecina la del tercero y carente de nombre estable.

En su buzón pone el nombre del antiguo inquilino, un tal Alberto García, un simplista de la vida. Esta es más divertida. Puede que sea agente secreto entre semana y los fines de semana, se desestresa. Todos tenemos derecho a ello, ¡digo yo! Hablando de yo, yo no la llamo más que como la he nombrado ya cuatro veces, que quede claro.

Nunca he subido a su casa. Bueno sí, miento. Subí un día porque los muelles de su cama se ve que estaban flojos y no me dejaba dormir con tanto movimiento. Ella desde luego que no estaba durmiendo, pero le iba a avisar de que se iba a quedar sin cama como siguiera así. Y la chica debería de descansar algún día. Los vecinos estamos para ayudar.

Subí, como he dicho, pero no abrió la muy imbécil. Perdón: es que me sentó muy mal. ¡Zorra!

Esa tarde habíamos coincidido en el ascensor, ¡qué falda más fea llevaba! Ella, yo voy siempre ideal vestida o eso me dice mi madre. Me había saludado con un escueto “hola” mientras masticaba chicle maleducadamente.

Le estoy cogiendo manía a la vecina.

Tampoco quiero seguir contando la historia del ascensor porque ya en ese tiempo del hola y cuatro mandibulazos para rumiar el chicle, había llegado (yo) a mi destino. Mi casa. Mi segundo piso. Ella subió y abrió la puerta de su humilde —lo que faltaba es que tuviera una mansión la jodía— morada y cerró de un portazo.

Igual no es maleducada. Igual estaba enfadada porque la gente se había reído de su falda en la calle. Normal, era muy fea querida.

bluebird Comunicación
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