Mi segunda primera vez

Carlos estaba sentado en el sofá de su casa, bueno, de la casa de sus padres. A su lado se sentó una chica, una vieja amiga que nunca había estado allí en verdad y que miraba cada rincón haciendo tiempo, Laura se llamaba. El silencio del salón era similar al de un velatorio.
Ambos estaban nerviosos, cada cual por lo suyo, pero ambos sabían que estaban allí para una cosa: follar.
Para Laura aquello era algo extraño porque hacía tiempo que no se veían y, aunque había habido siempre una cierta tensión sexual, ésta no se había resuelto adecuadamente. Pero lo que de verdad le importaba a ella era lo que estaba en la cabeza de Carlos.

Dicen que un ordenador procesa millones de órdenes simultáneamente… pues bien, la cabeza de Carlos en ese momento era el equivalente a cien ordenadores trabajando.
Mientras hablaba con Laura como un autómata miraba de reojo cada uno de los rincones del salón, un salón en el que había compartido muchos momentos con su exnovia, Rebeca, la cual lo había dejado hacía una semana: aquella tele en la que habían visto tantas películas, el sofá en el que tantas veces se habían echado a dormir la siesta, o en el que habían probado alguna de esas posturas que aparecen en las pelis pornográficas y que a nadie le salen después… al igual que en la propia mesa del salón, dónde además recordaba haber estudiado en sus días de universidad y le había presentado sus novedades culinarias como si el veredicto fuera el del jurado de la guía Michelín… miró también al parquet, y éste le devolvió la mirada, y también pensó en su madre, que cada vez que podía le recordaba lo que le había costado lijarlo y barnizarlo. Allí también lo había hecho con su Rebeca, claro, cuando tienes dieciocho cualquier sitio es bueno, aunque el parquet en concreto es muy duro, no es el indicado. Tenía que empezar a dejar de decir también “Su Rebeca”, en verdad las personas nunca son de nadie.

Después de la típica conversación de besugos, Carlos enseñó a Laura el resto del piso, como si fuera un maldito vendedor de una inmobiliaria… podrían llevar ya veinte minutos follando, pero aquella verborrea parecía ser necesaria, un cortejo fútil.
Pero, en el fondo, lo que a Carlos le pasaba es que tenía miedo, miedo de cojones. En su vida sexual sólo había existido Rebeca, para bien o para mal, y aunque en su relación había fantaseado con hacerlo con alguna otra, ahora que ya podía, no lo deseaba por nada del mundo. Queremos lo que no tenemos, tan infantil como verdadero.

Después de ver el piso entero fueron a la vieja habitación de Carlos, la cual llevaba sin vida desde hacía unos años… aún así, allí aún olía a Rebeca, a aquel perfume que le compró Carlos cuando hicieron un mes, cuando para Carlos la idea de tener novia era más emocionante que viajar a la Luna. Si llega a saber por entonces la hostia que se iba a dar años después, a lo mejor se lo hubiera pensado.
En aquella pequeña habitación la joven e inexperta pareja lo había intentado hacer por primera vez… sin éxito; los nervios habían podido con la pareja… y Carlos temía que ahora, años después, ocurriera lo mismo, al fin y al cabo, era una especie de nueva “primera vez”.
En determinado momento Carlos decidió acabar con aquella estupidez de conversación que habría aburrido hasta al fan número uno de Haneke y besó a Laura, la cual le respondió de buena manera.
El problema vino cuando Carlos soltó las manos… aquello era desconocido ¿qué estaba tocando? Carlos se asustó, aquello no era a lo que estaba acostumbrado, no era lo que quería, pero sabía que era lo que le tocaba a partir de ahora. Pensar que Rebeca podría estar haciendo lo propio le animó a seguir.
¿Cómo se desnuda a una mujer? mejor dicho ¿Cómo se desnuda a una mujer a la que le importa cómo lo hagas? ¿Le importará que me deje los calcetines? ¿Qué me quite la camiseta como un niño de seis años? ¿Qué me pise los pantalones para quitármelos más rápido? ¿Le gustarán los besos en el cuello, en las orejas? Todas esas preguntas se le pasaban a Carlos por la cabeza mientras quitaba la camiseta a su vieja amiga y la carne se empezaba a dejar ver por aquella habitación, que contemplaba nuevamente una escena que hacía muchos que no se daba lugar.
La pareja, casi desnuda, se encaramó a la cama, y las manos empezaron a entrar en calor. Carlos deslizó los dedos por la vagina de su acompañante, la cual estaba muy dispuesta, lo cual le hizo pensar que, al menos, tan mal no lo debía estar haciendo, y eso animó a que su propio cuerpo se dispusiera al acto.
En cuanto Carlos estuvo listo se encaramó encima de su amiga y la penetró despacio. Laura abrió los ojos de placer y comenzó a gemir en seguida… pero para Carlos aquello era como cuando una cantante de orquesta interpreta tu canción favorita… que sí, que tiene una voz muy bonita, pero que no.
Carlos intentaba tocar en los sitios donde tocaba antes, intentaba las caricias que antes lo lograban todo, e intentaba hacer movimientos que nadie sabía interpretar porque en aquel lugar, el único que había leído ese manual era él. Se sentía como un ciego al que habían enseñado sólo a pelar patatas y un día, de repente, le piden que pele una sandía.
Al menos, Rebeca no pasó por su cabeza en ningún momento, pues su mayor temor era pensar en ella mientras lo hacía con otra… una pequeña victoria en una guerra que estaba abocada al fracaso. Aquello era Stalingrado.
En cierto momento la pareja decidió cambiar de posición; Carlos lo tuvo que pedir verbalmente, cuando hacía dos meses una caricia, un leve movimiento o una mirada hubiera bastado.
Fue en ese momento cuando Carlos se dio cuenta de que no se había colocado el preservativo, y que Laura tampoco había dicho nada… manda cojones.
Abrió el cajón y sacó uno de los que tenía allí, caducaban al mes siguiente… ya ni recordaba cuando los había comprado.
Estaba plastificándose, pues el cuerpo se tiene proteger ante algo que no conoce, quizá fue eso lo que hizo que su miembro decidiera bajarse del autobús. Fin del partido.

Pero no coño, Carlos, tú eres un toro en la cama, podrías estar una tarde entera sin bajar el ritmo, tienes que poder… y sí, finalmente pudo, pero quitándose aquella protección que lo estaba enclaustrando, asfixiando.
Por supuesto, antes de poder terminar cómo siempre lo hacía tuvo que hacerlo fuera, donde cuadrara.

Su amiga había disfrutado mucho, ajena a todo el calvario que había pasado Carlos aquel cuarto de hora… o el tiempo que hubiera sido.
El muchacho se levantó con cierta vergüenza y fue hacia el cuarto de baño, cogió papel, se limpió sus partes y volvió a la habitación. Laura intentó coger el papel, pero fue Carlos el que la limpió… joder, ¡era lo que hacía siempre! pero aquella acción estaba fuera de contexto… no tenía sentido, aún así Carlos lo hizo, quizá para sentirse más cercano a aquella persona que, en el fondo, había utilizado para comprobar hasta dónde podía llegar. Después, no pudo reprimir las ganas de vestirse.
Fue otro duro choque de realidad. Con Rebeca habría estado hablando un rato, la habría besado y dicho te quiero, la hubiera mirado a los ojos o a su sonrisa, o habría jugado con sus pezones, quién sabe; a lo mejor hasta se hubiera vuelto a encaramar encima de ella, pero en ese momento Carlos tan sólo quería ponerse los putos calzoncillos… y eso hizo.
En tres minutos estaban de nuevo en la calle, a Carlos le dio la impresión de estar saliendo de un prostíbulo en vez de su propia casa.
Devolvió a su amiga Laura a su piso de estudiante, simuló estar feliz y se despidió de ella como quien se despide de una compañera de clase, como si lo que había pasado hace veinte minutos diera igual… y ese era el problema, que daba igual.
¿Qué le había aportado aquello? Sí, es cierto, mientras lo había hecho le había gustado, pero ahora se daba cuenta aún más del vacío que le había dejado su pareja, aquella sensación de que ese impulso humano que es el sexo no tenía sentido ninguno si no había sentimiento de por medio.
El cine, Internet y su pornografía, los amigos, los prostíbulos, los viejos verdes… nos venden la idea de que el sexo por el sexo es lo mejor del mundo, que se descubren otros cuerpos… pero a Carlos aquello ahora mismo le parecía la mayor mentira de la historia.
Carlos continuó conduciendo, hacia su casa, con la sensación de que aquella victoria había sido su mayor derrota (o no): estaba soltero.

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