Tenía, por tener, muchos más años de los que ponía en su partida de nacimiento.
Mi amiga era así, de siempre, calculando las cosas de todo para que le salieran bien las cuentas. Por eso se inventaba su edad o bueno, cuenta la leyenda que el del registro, como aquel chiste del tartamudo que fue a ponerle nombre a su hijo, era gilipollas.
Siempre estaba ahí, y con ahí digo en cualquier sitio. La llevo llamando unos cuantos días, pero no me coge el teléfono, menos mal que siempre vuelve. Hace unos meses, me llamó desde Panamá.
—Mira nena, es que me he metido en un lío porque yo sólo quería viajar pero no tenía más dinero y yo que sé que más cosas contarte.
—Madre mía, estate quieta.
—Ay, que coñazo eres, de verdad, aburrida. Adiós.
Y así terminó la conversación. Igual estaba en la cárcel, miedo me da.
Cuando éramos pequeñas me obligaba a robar cosas de las tiendas del barrio, eran tesoros que guardábamos en una caja e incluso teníamos un nombre secreto para el club. Un club formado por dos personas y un perro callejero que, evidentemente, ella cogió, más bien secuestró, en una de sus escapadas nocturnas.
Luego fuimos creciendo y ya ella, entre idas y mentiras, acabó huyendo de todo.
Pero a veces la envidio, sobre todo los días que yo estoy harta del trabajo, o que las cosas funcionan al revés, y recibo un email suyo desde cualquier parte del universo —no del mundo, ella dice que eso se le queda corto— contándome que la vida le va muy bien, mejor que a mí dice, pero que si le ingreso en su cuenta que está pelá, anda, gracias gracias y gracias guapa, que un beso.
Así que yo sigo esperando su llamada. Su llamada o la del forense para que reconozca el cuerpo y la edad. Verás tú, mi amiga la universal, cómo acaba entre tanto viaje.
