Imaginaba un final con muchas caídas de hojas y flores alrededor, un atardecer rojo de sombras chinescas atemperado por los suaves vientos del suroeste.
Lo imaginaba todo, apoyada sobre el tablón de madera que tapaba la ventana para que nadie, desde fuera, pudiera ver el interior de la casa y que nadie, desde dentro, pudiera ver la calle.
Evitaba, así, la tentación de distraerse con la vida ajena cuando podía hacerlo con la suya propia.
Para Margarita no había ninguna realidad exterior que no fuera su propio cuerpo, ninguna existencia más real que la suya, ningún pensamiento más verdadero que el que anidaba en su mente.
El día en que decidió que no estaba segura de nada excepto de su propia inseguridad, fue también el día en que Tristán se marchó a por tabaco y no volvió aunque no recuerda qué fue antes, la certeza de su duda o la marcha de su marido.
Solipsista, le gritó a la cara antes de emprender la huida. A mucha honra, le contestó Margarita convencida de que nunca, en los ocho días que habían durado de casados, le había dicho algo tan hermoso.