Los veranos de la niñez se esconden entre los mejores recuerdos que uno tiene.
Al mirarlos desde esta barba canosa y cansada se tiene la sensación de que todos los días eran festivos y soleados.
Hurgando un poco en los recuerdos, se pueden encontrar días que no siempre fueron felices. Pero la mente demente de un porrero tiende a recordar lo que quiere y a estas alturas no la pienso contradecir. No todo lo que ha llegado a entrañable recuerdo tiene tanto color como aquellos días.
Por entonces era uno de esos niños que sin apenas estudiar sacaba buenas notas. No tardaría la cosa en torcerse, pero permítanme hablar más del sol y menos de las nubes.
Las mañanas en el colegio a finales de mayo empezaban a oler a vacaciones.
En esas fechas ya no había cole por la tarde y se habían acabado las clases de natación de los martes y los jueves de 7 a 8.
Llegaba el verano y con él los días en los que por las tardes mi abuela nos llevaba a la Dehesa de la Villa.
Lo recuerdo como si fuera toda una expedición.
Llevábamos una silla plegable, una bolsa con agua y unos bocadillos que por entonces llamaban la atención de grandes que eran. Y claro está, un balón de reglamento, un Adidas Tango Azteca que me habían regalado por mi cumpleaños. El cual no se podía sacar de su bolsa de red hasta llegar al parque porque mi abuela nos regañaba y advertía del peligro que suponía que el balón se fuera a la carretera.
Subíamos la calle Sánchez Preciado hasta el polideportivo y cruzábamos la calle Santo Ángel de la Guarda para llegar a lo que fue el decorado de mis mejores regates (nunca fui muy bueno…) y mis tardes estivales donde con un balón uno se hacía amigos casi sin querer.
Allí se juntaban varias madres y abuelas, con sus «iros más lejos que vais a dar a alguien», «no bebas agua de esa fuente que los drogadictos lavan ahí las jeringuillas», «no crucéis las calle si el balón se va que vienen muchos coches»…
Usábamos dos árboles como portería y al otro lado un par de piedras o cualquier cosa que valiera para hacer un mini campo donde jugábamos pidiéndonos jugadores como Butragueño, Arconada, Futre o Maradona.
Me recuerdo casi ridículo con unas medias hasta la rodilla, unos pantalones negros de portero que estaban acolchados en los laterales y una camiseta azul celeste Le Coq Sportif que había heredado de algún primo mayor. Era prácticamente igual que la segunda equipación de la argentina del mundial del 86. Iba casi igual que Maradona cuando metió el famoso gol a Inglaterra.
Allí estaba yo, vestido de futbolista con mi balón de reglamento y mi imaginación que hacían de ese parque el Bernabéu más grande que jamás existió.
«Tira», «pasa», «chupón, que eres un chupón»,» te toca ponerte de portero», «la ley de la botella, quien tira va a por ella», «ha sido alta», «no vale, has tirado a trallazo», «la ley del vaso, quien tira no hace caso»…
Esas faltas en las que te tirabas media hora en el suelo simulando un dolor horrible en la espinilla. Luego te levantabas y tirabas a cañón el consiguiente penalti sin un puto rasguño.
Pronto, muy pronto, empezaba uno a darse cuenta que fingiendo, mintiendo a veces, se consiguen las cosas.
Extrañas lecciones de vida.
Se iba la luz y había que volver a casa. Otra vez la bolsa ya vacía de bocatas y de agua, otra vez la silla plegable y otra vez el balón guardado en una red a la que le ibas dando toques hasta llegar. Y una vez allí, la rutina de siempre. Primero a subir los tres toldos de la terraza, a poner la mesa, a cenar y luego algo de tele, hasta que la autoritaria voz de la abuela nos mandaba a la cama y allí uno volvía a soñar con ser Maradona.
El final? Ya sabéis. Me empecé a parecer a Maradona demasiado…