La llamada de Marta me ha dejado un poco descolocado.
“Vente, tío. No lo digo por ‘lo nuestro’. De veras que no quiero que te sientas presionado. Ya sabes que yo tampoco tengo nada claras las cosas, pero ha surgido ahora y he pensado que quizás este sea el momento. Siempre dijiste que el día que se fueran las gatas lo mismo te ibas de Madrid. Y ahora ha salido esta oportunidad. Es un buen trabajo. Está bien pagado, tendrías pagas extras y librarías los fines de semana. Por el portugués no te preocupes, es muy fácil y yo estaría contigo… Creo que es un buen momento. Estás a una hora de avión y a cinco de coche… Y Lisboa te gustó y ya verás cómo para vivir es una ciudad muy cómoda… Piénsatelo. El lunes te llamo y me dices. Tienes toda una semana para pensártelo”.
Lisboa… Siempre que he ido a Lisboa ha sido de turismo y aunque he ido más de diez veces no he necesitado mucho para saber que vivir en Lisboa ha de estar bien. Siempre fue una ciudad que me gustó.
Llevo toda la semana pensando y pensando mucho.
He visto tantos pros como tantos contras.
Entre los pros está cambiar de aires, el vivir en una ciudad distinta, el ser “el nuevo” en un sitio diferente, un nuevo trabajo, nuevos compañeros, nuevas gentes.
Poder reinventarse, los pasteles de Belem, los fados en Barrio Alto, el bacalao…
Quizá la distancia me ayude a vivir con esta penita tan inmensa que supone la ausencia de mis gatitas…
Pero si hay un pro es Marta.
Marta fue mi novia más de un año. Una chica bárbara, de esas mujeres que uno tuerce el cuello al verla pasar.
Morena, guapa, esbelta pero con generosas curvas, pero, sobre todo, Marta es una tía de puta madre.
Cuando le salió el trabajo de Lisboa lo sopeso mucho.
Ella es una chica vasca, de Amurrio.
Cuando llegó a Madrid lo hizo rebotada de un mal curro en Barcelona.
No pensaba quedarse aquí más de unos meses.
Pero Madrid la atrapó.
Yo la conocí cuando llevaba un año y siempre le noté esa falta de arraigo que tienen los que no son de aquí. Siempre esa sensación de paso…
Pero la cosa iba funcionando.
Al poco de conocernos su compañera de piso se fue y decidimos que se viniera a vivir a mi casa.
Era un poco precipitado, pero ella sola no podía vivir y yo estaba fatal de dinero y a punto de tener que dejar mi casa. Así que se vino a vivir con Chains, la gatita que me quedaba y conmigo.
Fue un año lleno de cosas chulas.
Enseguida supimos vivir en pareja. Compartíamos gastos y la verdad es que apenas discutíamos.
Siempre que hablo de la relación con Marta, hablo de que fue una relación en la que me enamoré poco a poco, día a día.
Mis vicios, mis horarios, mis manías… Todo me hacía pensar que en verdad aquello fue más un “nos llevamos bien, nos divertimos y los dos estamos fatal de dinero… Pues intentémoslo”.
Pero pronto empecé a sentir que la quería, que me gustaba, que el tiempo que pasábamos juntos era siempre un tiempo de sumar.
El día día con Marta era una hermosa rutina.
Levantarse, besos, amor, duchas, café…
La mañana nos separaba pero al llegar la tarde nos juntábamos de nuevo.
Muchas eran las veces que antes de subirnos quedábamos con alguien por el barrio.
Unas cervecitas y para casa. Y allí siempre estaba Chains esperándonos.
Hacíamos la cena, preparábamos el tupper del día siguiente y nos sentábamos a fumar un par de porros viendo alguna peli y a la cama, donde nos esperaban nuestros cuerpos muchas veces para follar y todas para dormir.
No pensábamos mucho en nuestra relación, qué éramos ni mucho menos qué íbamos a ser.
Quién necesita perderse en el futuro teniendo tan buenos escondites en el presente?
Pero un día, en septiembre, una llamada lo cambió todo.
Le ofrecían trabajar en Lisboa.
Un currazo, súper bien pagado y justo de lo que ella se había estado preparando siempre.
Noté cómo aquello no le vino bien. Noté que no quería irse.
Estuvimos hablando.
Los dos sabíamos que el irse significaba dejarlo.
Nuestra filosofía de vida nos impide tener una relación a distancia. Éramos conscientes de que eso no era para nosotros, que nos podríamos mentir diciendo que podríamos seguir en la distancia, pero los dos sabíamos que eso era mentira, ninguno hubiese podido.
Qué putada.
Me sentí muy responsabilizado de que se quedara en Madrid por mí.
Hablamos mucho.
Lloramos un poco.
Aún hoy me arrepiento de aquellas putas palabras que le solté; “Tía, vete, hoy estamos bien, pero a la primera que nos salga mal, esto se convertirá en una losa que ninguno sabrá manejar”.
Lloramos más.
El fin del amor es algo horrible, pero el fin cuando el amor no se acaba es una puta mierda.
Marta es como muchas de esas personas a las que según se van haciendo mayores les van creciendo las inquietudes y sus lugares de origen no se las sacian. Esas personas crecen viéndose en otras ciudades y les crecen tantas ganas de salir que sus prioridades en la vida les hacen vivir sabiendo que tienen que irse.
Sentía que Marta había estudiado para eso, que ella era una chica que salió de su pueblo para buscar su espacio, no sólo un lugar, sino un sitio, y que el irse a Lisboa no era más que un paso en el camino que empezó cuando dejó a su familia, a sus amigos, a su perro…
Todo eso lo había dejado y no era por mí, lo dejó buscando una finalidad: la de vivir creciendo en todas direcciones.
Yo era un mero accidente.
Recuerdo esos días en los que si le decía que lo mejor era irse, lo decía porque no la quería y, a la vez, si le decía que se quedara todo era porque era un egoísta.
Marta se fue y tengo que reconocer que al principio no lo pasé muy bien.
Es una putada que uno se dé cuenta de lo importante que es algo cuando le falta.
Los primeros meses nos llamábamos a diario y entre las veces que ella venía y las que iba yo la verdad es que nos vimos bastante.
Pero la distancia, a veces, es un muro insalvable. Las llamadas se empezaron a espaciar en el tiempo y las visitas directamente desaparecieron.
Durante este tiempo hemos aprendido a mirarnos y tratarnos sin amor, pero los dos sabemos que lo nuestro nunca tuvo un final y eso siempre le ha dado a nuestra relación unos puntos suspensivos que no tengo muy claro si han de convertirse en un punto final.
Pero ahora todo ha cambiado.
La muerte de Chains lo ha cambiado todo.
Me siento vacío.
He ido sacrificando gatas hasta que ya no me queda ninguna y por mucho que cada día salga el sol y por mucho que me ría y coma y folle o beba o me drogue o haga lo que haga, sin Chains siento que me falta algo tan grande que me siento vacío.
Es como si me hubiesen arrancado la posibilidad de sentir amor.
Siento que no siento.
Simplemente, vivir con esa sensación es truño gigante.
Busco y rebusco tratando de encontrar algo de luz en estos días y me es muy difícil.
Pero de tanto pensar en Marta, en Chains, en Lisboa, en el vacío e incluso en el abismo, he encontrado que mi capacidad de amar está mutilada pero no muerta.
Aún siento amor.
Amor a Madrid.
Creo que no podría irme. No podría separarme de este puto suelo, de este puto cielo. De Rivas, de Malasaña, de Vallekas.
De pasar por la boca del metro de Portazgo y sonreír al recordarme saltando a los 15 años. La misma sonrisa que me sale cada vez que paso por la calle Miralsol y veo el balcón de la habitación donde nació mi abuela, o cuando paso por Tudescos y veo la iglesia donde se casó mi madre, o el bar de strepteasse donde íbamos con 16 años.
No puedo dejar de mirar sorprendido los cambios que la ciudad ha tenido conmigo. Y soy de los que siguen viendo el Madrid Rock de Gran Vía en vez de un Bershka, o flipo cuando veo que el sex shop Hollywood de Atocha ahora es una oficina burocrática del ayuntamiento. A qué olerá ahora??
Ver que el cine porno de La Corredera es ahora un Día. Que la apestosa y siempre atascada calle Fuencarral es ahora una calle peatonal, preciosa…
Que he sido participe de muchos de los acontecimientos que marcarán la historia de esta ciudad, desde celebraciones deportivas a días donde pude notar cómo Madrid lloraba, como en el 11-M…
He inaugurado puentes, edificios, visto cómo crecían rascacielos y cómo se quemaban, he visto cuatro Atochas diferentes, tres Cuatro Caminos, mil Puertas del Sol aunque sólo una Plaza Mayor…
Podría hablar de cada latido que ha dado esta ciudad, pero no es el sitio, es la gente.
Es ‘el Botas’, es Iñaki, es Pablo, Sergio, Isra, Nico. Son los Tu Mueble que me hicieron aprenderme las calles como un taxista. Es ese sitio-truco que me sé para aparcar en Malasaña, es La Casa del Pez, el bar de Adam…
Yo tengo aquí arraigo.
Yo sé que este es mi sitio. Para mí Madrid no es un sitio de paso.
Yo soy madrileño.
Y como pasa con las cosas a las que amas, no es lo concreto, es el conjunto.
No podría irme, echaría de menos la M-30, el metro, los chinos…
Creo que voy a llamar a Marta y le voy a decir que yo me quedo aquí, que aunque me muera de pena al llegar a casa y no ver a mis gatitas, sé, tengo la certeza de que al día siguiente cuando me levante Madrid estará ahí…
Madrid siempre está.