A los libros se les caen los renglones

Aún no termino de encontrar mi sitio, ni en esta casa ni en la puta vida.

Es casi una suerte que no te diera tiempo a haberte mudado. porque me mataría echarte de menos. No podría soportar mirar un rincón y ver tu ausencia.

Han sido dos meses desde que aquella curva se convirtió en una recta. Desde aquel puto día de sirenas, tubos y lágrimas.

Dos meses que están en carne viva por dentro, dos meses que parecen que fue ayer, y a la vez dos meses en los que he notado, vivido, sufrido el paso de cada segundo, de cada centésima, de cada milésima. Tengo la sensación de que podía haber escrito una biblia entre segundo y segundo. De lo finito a lo infinito.
Y ahora todo me duele. No sólo este pie que los médicos me han dicho que nunca volverá a apoyarse en el suelo. Como una extraña metáfora de mí mismo.

Y siento frío, un frío metálico al intentar apoyarme en esta muleta que tiene muchas más ganas de pasear que yo.

Dicen que no hay mal que por bien no venga. Aún sigo buscando ese trocito de bien que debe ser minúsculo, microscópico, tan intangible como un sentimiento feliz. Porque si algo he aprendido es que los sentimientos malos se pueden tocar, se pueden cortar en su densidad, se les puede culpar, hablar, reprochar.

A veces me sorprendo hablándole a la nada, ni siquiera es a ti, ni a dios, porque ahora más que nunca sé que dios no existe y pensar en dios me vuelve rencoroso, vengativo, justiciero e incluso loco.

Los cercanos se han portado muy bien, sus atenciones no han mitigado ni un ápice el vacío, pero me han obligado a actuar para mostrar agradecimiento. Y en las reuniones las risas son extraños ecos que me tumban y retumban.

Es curioso cómo, sin haber estado aquí, la única que nota tu presencia es la gatita. Al abrir un armario o un cajón siento que ella te percibe y es cuando me vuelvo loco, porque casi sin poder remediarlo te busco y entonces creo en fantasmas, en reencarnaciones, en espíritus y en muchas otras gilipolleces que acaban tirándome en el sofá lleno de esas lágrimas de carne.

Porque no es el alma lo que duele, duelen los ojos y los oídos, duele el agarrotamiento de las manos, el chasquido de las muelas en el grito sordo de la rabia.

Y sí, ya sé que hay que seguir, que todo pasa, que los amigos, los médicos, las drogas están empujando, dando impulso a las ganas.

Pero todo esto no tiene medida. Trato de disimular lo vulnerable que me siento, pero los ojos ajenos me dicen que lo hago mal y, la verdad, poco me importa.

Si es el silencio por silencio, si es el ruido por ruido, si es la compañía por compañía, si es la soledad por soledad, todo, todo es estúpido, todo está incompleto y sólo me calma tener a la gatita entre las piernas mientras la tele dice algo que no oigo.

A los libros se les caen los renglones, doblándose como las cenizas de una barra de incienso. Las revistas se hojean solas, pasan páginas ante mi incredulidad y por más que trato de prestar atención a algo todo me lleva a mirar el reloj buscando el siguiente minuto, la siguiente hora, la de comer, la de cenar, persiguiendo la de dormir.

Los médicos dicen que debo salir un poco, que me anime, que esto es normal…

Me cambian los colores de las pastillas y me sale un símil como los payasos que dan miedo, en verdad, ya nada es normal.

Y en los momentos en que la música no parece tan lenta, me propongo metas cortas y fácilmente accesibles, pero una y otra vez se le acaban las pilas a este discman al que solo se le escucha una voz de ogro.

Y respiro, respiro hondo, y noto cada partícula en el inoportuno viaje incesante desde mi nariz a mis pulmones, a veces soñando que ojalá fuera mi última partícula de aire. Y entonces tengo la certeza de ser un cobarde, de la duda de saltar o no saltar.

Quizá sea incierto decir que no te echo de menos, es más, mucho más. Duele tanto el pasado que no me distraigo en él, lo que no soporto es el futuro. Lo que me mata es saber que no voy a volver a verte.

Que ya no.

bluebird Comunicación
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