Su jefe, como le llamaba él, siempre había tenido un humor de canes por las mañanas, cuando se tomaba su café hervido detrás de sus ingrávidas montañas de recibos e informes. Su despacho consistía en varios cuadros y un cartel turístico de Brasil, que intentaban ocultar el color neutro de las paredes prefabricadas, dos archivadores, y su mesa, que resistía impertérrita el trasiego de celulosa frente a una silla para las visitas. Un aroma rancio se acumulaba en el interior, pero nadie sabía si provenía de la moqueta amarronada o del jefe.
El despacho era la parte más alta de la nave industrial, cubierta por chapas metálicas y muros cementados, en una de tantas acumulaciones estructurales que se han convertido en vecinos indeseables de tantos lugares. Sin embargo, eso no impedía que el polvo del serrín se amontonase frente a la puerta, siempre a la espera de que le permitieran el paso libre que merecía para invadir el interior. El serrín siempre ha sido ajeno a los movimientos bursátiles que derrocan gobiernos y juntas directivas, y este no es una excepción.
Como en otras empresas con botarates al mando, la serrería vio cómo las líneas al alza se convertían en desenfrenadas cuestas abajo y, antes de que terminara el año, una corporación de una ciudad vecina había comprado la empresa y despedido a la mitad de la plantilla. El volumen de producción, bajo la nueva dirección, exigía un aumento, y eso se notaba en el enfado cotidiano del jefe.
Pero, realmente –meditaba Jonás al agarrar un tronco– si pienso mucho –colocaba el madero en la tabla– en lo que ocurra en el despacho –accionaba la sierra– del jefe, puedo –empujaba el tronco hasta que la cuchilla comenzaba a aullar– cortarme una mano –las dos partes separadas caían sobre las cintas transportadoras– o la cabeza. Se ajustó su camiseta raída de Thin Lizzy ‘82´Tour’, se subió un poco los pantalones, ensanchados de tanto adelgazar, y se palmeó sus guantes con gesto satisfecho.
Se dio la vuelta para ver llegar otro tronco y, cuando puso las manos sobre él, escuchó su nombre por encima del ruido de la sierra, ahora a sus espaldas. Eso significaba que sería la cuarta o la quinta vez que el jefe repetía su nombre. Suspiró, se incorporó y echó a andar hacia la oficina. Aunque su atención estaba fija en las anticuadas paredes prefabricadas que columbraban la escalera de hierro, él se sabía objeto de muchas miradas, pensamientos que le acompañaban; sensaciones de apoyo y ánimo se vertían sobre él desde todos los puestos de trabajo, en víspera del duro momento que le aguardaba.
Su nombre multiplicado a la potencia de un grito retumbó un instante por encima del zumbido de los aparatos eléctricos y fue engullido con la misma velocidad. Otra llamada –pensó– y a cada llamada, más furioso. Recordó cuando intentaron echar al viejo Pedro. La secretaria del jefe dimitió y consiguió poner una carta de recomendación de la nueva empresa en su expediente. Pedro ya no tiene problemas por llegar tarde al trabajo.
Detuvo sus pasos delante de la puerta de madera, casi sin pulir, que separaba el despacho del resto de la fábrica, y respiró hondo. Lo mejor será entrar en firme –su lengua saboreó ese pensamiento y se lo tragó–. Apartó sus cabellos castaños detrás de la oreja y accionó el picaporte redondo con un gesto decidido. O lo intentó. Probó una vez más pero la puerta se negaba a ceder.
Empezó a sentirse inquieto. Algo no marchaba bien. El jefe nunca ponía el pestillo de la puerta porque eso le obligaría a levantarse del cómodo sillón de cuero que la nueva dirección le había concedido. Golpeó la madera dos veces con los nudillos y una ligera nube de serrín se desprendió de la puerta. Su nombre, en versión grito espeluznante, fue la única respuesta que obtuvo. Golpeó de nuevo con más fuerza y, como ya no oía nada, llamó al jefe de un grito.
El ruido de las sierras eléctricas empezó a parecerle insoportable, le taladraba los oídos hasta el interior de su cráneo. Volvió a golpear la puerta, volvió a gritar. No recibió respuesta. Notaba cómo las gotas de sudor frío se deslizaban entre las palmas de sus manos enguantadas. Un nuevo grito desde el interior le convenció de lo que debía hacer.
Retrocedió dos pasos y lanzó su delgado cuerpo contra la puerta. La delgada hoja de madera se deshizo ante la embestida y Jonás entró en la habitación, tropezando consigo mismo entre esquirlas de madera. Cuando se incorporó, la visión del despacho paralizó todo su cuerpo.
De espaldas a él, un hombre rubio estaba sentado donde antes se sostenían las columnas de papel sobre la mesa. Todo lo que estaba sobre ella, se hallaba ahora desperdigado por el suelo. Por encima de sus hombros, cubiertos solamente por una camiseta interior, los ojos azules del extraño estaban fijos sobre Jonás. Su pelo rubio se mezclaba con los destellos procedentes de los aretes que colgaban de su oreja; su piel, ligeramente más pálida de lo habitual, parecía una prolongación de sus cabellos y se dirigía hacia…
Su jefe, recostado en su sillón como le recordaba Jonás, tenía la cabeza echada hacia atrás y escupía sangre y sonidos antinaturales, a medida que el extraño, de unos treinta y pocos años, tensaba o soltaba las cuerdas vocales que mantenía sujetas con los dedos. Algunas veces, tiraba tanto que se podían ver los tendones sobresaliendo por la herida desgarrada de la garganta.
Con una nueva sonrisa –debido seguramente a mi expresión, como dedujo más tarde Jonás– el extraño dio una patada en el pecho del moribundo. Con una compulsión, los pulmones se hincharon y, apoyando el pié sobre el vientre y arqueando los dedos introducidos en la garganta, el jefe comenzó a decir su nombre, una y otra vez. Una y otra vez.