A Kafka
No sé cuándo dejé de percibir los colores, ni cuándo se me escaparon los matices. Tampoco recuerdo si renuncié de manera voluntaria o, por el contrario, la mutación sobrevino inexorable. Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero se rumorea que nosotros, los negros, antes veíamos todo el espectro cromático. Los Demás -los que dicen ver el rojo, el verde y el azul- se ríen de nosotros, nos compadecen. Pobres, todavía no entendieron nada.
Mi primer recuerdo negro es esta fotografía en blanco y negro. Dicen los Demás que es así porque nos insertaron una lentilla en la córnea que solo nos permite captar el blanco y el negro, pero yo no les creo. No noto nada raro en mis ojos, ni cuando me arrimo con detalle ante el espejo. Nadie lo sabe a ciencia cierta. En esta ciudad nadie lo sabe, porque de saberlo alguien sería yo; o cualquier otro negro, que los hay, aunque yo no los distinga de los Demás.
Decía que mi primer recuerdo es esta fotografía que corona un cuervo. No podía ser de otra forma siendo como soy un negro. Nuestra era arranca con las revelaciones de Edgar Allan Poe, profeta predilecto. En esta imagen está el cuervo del poema de Poe, están todos los cuervos que existen y existirán. ¿No lo ves en la foto? ¿No ves al cuervo? Sigue posado ahí, tal y como profetizó Poe:
“And the raven, never flitting, still is sitting, still is sitting
On the pallid bust of Pallas just above my chamber door”.
Al otro lado de la ventana llovía. Una lluvia invernal, nítida como el hielo, hería las calles. Pero la lluvia era solo eso, lluvia. “No es que no sea conveniente, igual; no es que no sea conveniente, igual; no es que no sea conveniente, igual; repetía una y otra vez estas palabras. Cuando uno es negro sabe que todo es sí o no, que no existen los matices. Por eso, para poder vivir, cómo dicen ellos… ¡ah, sí! “En sociedad” con los Demás debemos manejar ciertas palabras clave que dicen todo y no dicen nada. Vocablos fuga -los denomino yo- que todo negro debe manejar si no quiere ser descubierto. Porque los Demás no admiten un sí o un no. Así de repente. Y claro, ellos saben que para nosotros, los negros, todo es blanco o negro, par o impar, alto o bajo, sí o no… precisamente, aceptar la dualidad inevitable que toda acción comporta es el primer paso para alcanzar la negritud. De ahí que cuando los Demás te pregunten tú debes hacer como yo: responder con un igual.
—¿Oye, crees que podremos acabar el trabajo antes de que empiece el futbol? —Bueno, igual. —Venga pues démonos un poco más de prisa que para una vez que televisan al Madrid en abierto.
Utilizando igual todo puede ser que sí, que igual no. Pero claro igual no sirve para todo tipo de preguntas. Para las directas, no sirve. Entonces hay que utilizar una salida. Últimamente opto por no es que no sea conveniente, y me va relativamente bien.
—¿Oye, qué tal te cayó J; sí aquel con el que nos tomamos la caña en el bar de M? —Bueno, no es que no sea conveniente, ya sabes que a mí… —Sí, claro. No si te lo decía porque el tipo tiene su gracejo.
Estas preguntas tan directas son las más difíciles. Hasta que di con una fórmula para evitar contestar sí o no tuve pánico a salir a la calle… por si me preguntaban. Antes de utilizar no es que no sea conveniente –cuya formulación incluye, si te fijas, una negación tras otra con la intención de que cada negación anule a la anterior y no puedan acusarme de decir ni que no ni que sí- solía emplear singular. Pero singular, aunque tampoco dice nada concreto, puede llegar a resultar ofensiva. Lo he comprobado.
—¿Oye, qué tal te cayó J? -Bueno, bastante singular tu amigo. —Pero, ¿con singular qué quieres decir, qué es rarito?
De todas formas, salvado el indisoluble problema de la comunicación con los Demás, no son excesivos los inconvenientes que conlleva el ser un negro. El ver en blanco y negro no es un problema. De hecho, es una ventaja. Al no existir colores ni matices que perturben tu mirada, los contornos toman fuerza y renace la verdad, desnuda de distorsiones. Ves en blanco y negro; piensas en blanco y negro; sueñas en negro. Es así de fácil. Sí, ya sé que me reprochas que perdiera la noche, que los sueños son negros nubarrones. Es parte del precio que hay que pagar; o eso dicen, o se rumorea en la ciudad.
Antes comentaba que aceptar la dualidad inevitable que toda acción comporta es el primer paso para alcanzar la negritud. Cuando uno traspasa la línea de los matices y elimina los colores se acaban las excusas, y al acabarse las excusas, las dilaciones. Cuando uno traspasa la línea que separa el color del blanco y negro no hay retorno. Tener que decidir todo con un sí o con un no acelera tus decisiones, en definitiva tu vida, y la acerca al caos.
Pero para alcanzar una plena negritud no basta con saber que toda decisión importante implica una solución definitiva, acertada o errada pero conclusiva. Para percibir con intensidad hay que renunciar. Existen muchas clases de renuncias. Algunas que matan, otras que no. Yo, por mi parte, renuncié a mi corazón. Tenerlo lo tengo, pero muerto. Es una piedra de lava negra. Nadie tiene la culpa de ello. Ni la tengo yo, ni la tiene ella. Casi diría que la culpa es del mundo, por estar hecho como está. Pero el mundo no se puede cambiar y ella jamás podrá corresponderme. Una vez sabes esto, nunca más te encontrarás con un ángel alado. Desaparecen, como desparecen los colores. De repente, y para siempre.
A pesar de que cada uno necesita un tiempo diferente, yo al mío renuncié por abrazar la verdad revelada. La verdad que constriñe todo a ceros y unos; síes y noes. Pero la verdad te va empequeñeciendo a medida que sabes que no hay esperanza ni corazón. Desde que pienso en blanco y negro no me queda otra que decir sí o no, no existen los matices. Pero solo puedo aplicar esto al pensar; recuerda que al hablar debes evitar que te descubran. “No es que no sea conveniente, igual”, repite, “no es que no sea conveniente, igual”. No debo olvidar estos vocablos fuga, sino estoy perdido, me matarán. Los unos o los otros, pero me matarán.
No es que no sea conveniente, igual, pero desde que me salieron alas, y esto fue después de menguar, todos quieren matarme. Me persiguen con insecticidas, pretenden aplastarme con sus suelas, me agreden a servilletazos… Desde que todo se redujo y me salieron alas creo que ni los vocablos fuga pueden salvarme, pues por mucha capa enfoscada que oculte las alas, me delatan mis larguísimas antenas. Esto es lo malo de llegar a ser negro y perder el corazón. ¡Empequeñeces inevitablemente aunque la olvides por completo! Entonces, cuando el veneno del insecticida te alcanza y ya es tarde, comprendes que no era ella, sino su nombre, que era el de todas las mujeres, el que clausuró tu corazón.
La imagen que acompaña a este relato es de María López Castellanos.