No me había encontrado en una situación así desde que el estrés me embargó cuando tuve que enfrentarme a los exámenes finales de las carreras de filología hispánica e inglesa. Sí, compaginé las dos carreras, a pelo. Como si no tuviese suficiente con hacer el ridículo haciendo solo una de ellas. Soy de esos que admite que las cosas se pueden hacer mal, pero si así es, se tienen que hacer perfectamente mal. Si decides quedarte sin futuro profesional, no dejes ninguna rendija abierta de la ventana por si algún día te entran ganas de tener futuro. No hagas como el que tira la piedra y después esconde la mano detrás del culo, con lo mal que eso huele. Así de tonto soy yo.
Era un viernes de esos en los que la gente con trabajo se alegra por acabar su rutina y va en busca de un trago –tras otro– de alcohol. Yo no tenía trabajo y llevaba bebiendo alcohol sin faltar ni un día a la cita desde que empecé la universidad y con ello mi declive. Así que mi viernes era un poco diferente al viernes de la gente normal y corriente –aunque la gente que tiene trabajo cada vez sea menos normal y tener trabajo menos corriente–. Esa tarde había quedado con tres chicas: Paula, María y Clara. Rubia, morena y pelirroja, por ese orden. Lástima que con las tres hubiese quedado a las siete de la tarde.
No fue culpa mía, joder. Las tres me propusieron esa hora de ese día como única opción. ¡Cómo les iba a decir que no o a contarles que justo a esa hora tenía no uno, sino dos compromisos más! Las chicas me apasionan proporcionalmente al miedo que me dan, como ‘El Exorcista’ de William Friedkin. ¡Y cómo me apasionaban esas tres, joder! Le pedí a mi amigo Pedro algún consejo, aunque fuese el suicidio. Me dio uno un poco más alegre. Me puso tres botellas de alcohol delante: vodka, ron y tequila. Justo delante de éstas me puso tres vasitos de chupito, de esos que crean amor y alegría. Parecía que me estuviese echando las cartas y yo solo me imaginaba que en cualquier momento saldría la guadaña. Lo que salió fue el líquido de las tres respectivas botellas hacia los tres respectivos vasos, cayendo como cae la gloria.
Mi próximo polvo se decidiría por el chupito que escogiese beberme. Pedro había pensado el nombre de una chica para cada una de las variedades de alcohol. Evidentemente, yo no sabía cuál. Cuando vi el vodka me olvidé de las otras dos botellas, solo tuve ojos para él. A mi pasión por este alcohol solo le encuentro la explicación de que yo sea adoptado y mis verdaderos padres sean rusos. A veces pienso que mi padre se llama Fiódor Dostoievski y mi madre Anna Karenina. Me la imagino amamantándome con vodka.
Pues se ve que el chupito de vodka pertenecía a Paula, la rubia. Meses más tarde me enteré que mi amigo solucionó la problemática con las otras dos, María y Clara, haciendo un trío con ellas. Pero es otro tema sobre el que tampoco conviene indagar demasiado. Yo quedé con Paula y eso es lo que importa. Más que nada porque me recibió en su apartamento de la playa completamente desnuda, y eso es un detalle que siempre hay que agradecer. Abrió la puerta y allí estaba, sin nada, con sus voluminosos pechos saludándome y una sonrisa poniendo la cerecita al pastel. Se había depilado completamente su tesoro.
–¿Jack Rodríguez, verdad? Bienvenido.
[…] Publicado en Murray Magazine […]