La servidora

Metió la dentadura en el vaso de agua y se echó a dormir. Soñó que era un toro con cuerpo de mujer y que vagaba sola por el campo siguiendo el curso de un  río y durante el sueño no podía dejar de ser ella, a pesar de que su cuerpo no era su cuerpo, sino bestia negra que pensaba sus visiones y percibía también sus miedos pero vagaba sola, no existían los otros, la luz era como la de un cuadro, y parecía haber música, como esa que sonaba siempre en el cuarto de Hans, y de su lomo a veces resbalaban insectos que intentaba espantar con las manos pero no podía porque no las tenía y trataba de moverlas  con toda la voluntad de la que  su mente humana era capaz , y esa paradoja y sin sentido, ese desencuentro entre su conciencia y la realidad transfigurada en animal eran las que definían  su temperamento cuando estaba despierta y era plenamente persona. Victoria era silenciosa y nunca parecía estar presente, los ojos siempre bajos, tratando de al no  mirar, no ser tampoco vista. Ahora yacía sobre la cama debatiéndose entre el ser y el no ser, entre el cambio radical al que podría someter su existencia o en la permanencia total y dejadez de las cosas tal  como hasta entonces habían sido , continuar la rutina, seguir trabajando en la casa, o desaparecer y transformarse. Fingir que no era ella es lo que hacía cada mañana  cuando le tocaba preparar el desayuno, tirar la basura y pasear al perro de Hans. Don Fernando creía que era sabia y buena porque comía en silencio, limpiaba en silencio y se retiraba por las noches  en silencio. ¿Lo era? Por eso no decía nada y perseguía la perfección de su carácter como una forma de expiación porque no era buena como todos creían. Sus pensamientos no eran vacuos como la aspiradora que manejaba cada fin de semana, y su mutismo no era trasunto de su alma. Pero ellos no lo sabían porque nunca se habían asomado a ella. Contemplaban su forma, observaban alguna vez sus movimientos por la casa, pero no habían traspasado jamás la distancia que los separaba  porque ella no existía, era Victoria, la muchacha de Antonia, la criada de la familia. ¿Cómo podrían imaginar entonces su deseo por Hans, del tacto del libro que dejaba a medias en su mesilla de noche y cuyas tapas recorría con sus dedos cuando hacía como si limpiara? ¿Qué sabían ellos del olor de su ropa, de la camisa abandonada en la silla, de la forma de los zapatos que  asomaban simétricos en un rincón de la alcoba? En esa casa  habitaba el ser que amaba, al que servía desde que era  niño, y cuyo cuerpo se había tornado en un ente necesario y verdadero, la única razón para seguir trabajando, para seguir viviendo. Todos la trataban bien, incluso Roberta, la hija mayor, que era la más señora de todas; todas le daban conversación mientras retiraba la grasa de las sartenes o pelaba las verduras, como si les diera vergüenza y trataran de compensarlo con el diálogo, que es una forma de amistad. Sofía, la hermana menor, era poco comunicativa, leía todo el rato y casi no prestaba atención a lo que había a su alrededor. Algunas veces le preguntaba cómo estaba pero no aguardaba su respuesta y desaparecía por el pasillo antes de que a Victoria se le hubiera ocurrido algo que contestarle. Ella hurgaba en sus cosas, veía su ropa sucia, sabía cómo olían, también las limpias, sabía de ellos más que nadie porque ponían en sus manos sus objetos más íntimos. Hans  sabía mirar y le gustaba  porque su almohada desprendía un olor que no era animal. En su alcoba  pasaba más tiempo que en ninguna otra. Cada día la limpiaba de arriba abajo para estar en contacto con sus objetos, pensar que le pertenecía un poco, sabiendo que podría haber sido un hijo, pero no un amante. Cada libro que leía Hans, ella también lo leía, de historia, de medicina, de lo que fuera. El amor nos convierte en servidores de lo ajeno. Así lo había leído en una de las novelas de Hans. También ella era servidora de lo ajeno por amor, porque por amor aún seguía recogiendo las inmundicias de los otros a pesar de lo ahorrado durante veinte años y lo ganado en la lotería. Pero ellos nunca lo sabrían. Nunca.

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