La noche es una orgía de ojos

Ahora que estoy viejo y tengo demasiado tiempo libre, le tengo miedo a la muerte. Pienso en la noche del 19 de marzo de 1988 y no puedo dormir. Esta celda es minúscula, pero nunca me había molestado. Aquí tengo algunos libros, cigarrillos escondidos debajo de la almohada, algunas revistas para sobrellevar la soledad sexual y este viejo cuaderno de notas. Lujos para un preso singular; un cobarde.
Pienso en Navarrete. En Rivero. En Vilas. En el tipo de la cicatriz en la rodilla, ¿cómo se llamaba? Rodríguez, creo. En Bruno, a quien apodábamos Oso. En Rodrigo. En Hoffman. ¿Dónde están? Tal vez todos están muertos ya. Ojalá, se lo merecían. Yo también, pero mi castigo ha sido permanecer vivo; envejecer solo, toser durante horas sin auxilio alguno, haberme quedado con pocos dientes, no afeitarme en años, el insomnio, el hambre, la risa. Todo merecido.
Yo vivía sobre la calle 34; cerca de la línea del ferrocarril. Desde que Juárez dejó el barrio y fue contratado por un equipo de Primera, todos, absolutamente todos, hasta los que no teníamos talento, empezamos a jugar en la cancha de la Corregidora, a la vuelta del parque del León.
Los del equipo de Primera jamás regresaron. Juárez es ahora entrenador, creo.
Ahí conocí a los muchachos. Buenos muchachos. Todos estudiaban; unos en la escuela normal, otros en la nocturna y el Oso los fines de semana. Fui hijo único, así es que mi padre el zapatero, y mi madre la costurera, no me trataban tan mal. Iba a la escuela en las mañanas, con los zapatos remendados y los botones cosidos, y una refacción modesta, pero diaria. En la escuela me decían Zapatos. Qué original.
Pasaron muchos años y nada en la vida se movía; solo las fechas en el calendario. Empezamos a sentir cosquillas en el pubis, a ver algunos pelos en la cara y admirar las caderas de las chicas. También la violencia se hizo frecuente. Y necesaria.
Aún resignados a la vida común sin fútbol (ya que nadie más tenía otro talento) siempre jugábamos en la Corregidora. Últimamente íbamos a ver las peleas; ya casi nadie jugaba. Habíamos formado bandos y nos habíamos dado un nombre.  Big Joe (que en realidad se llamaba Carlos) había regresado de Los Ángeles con varias historias sobre la necesidad de salir de la pobreza: les enseñó a muchos una vieja Cole 45 que había traído y también les mostró cómo usar una navaja. Yo ya estaba al tanto eso porque ayudaba a mi padre en el taller; sabía diez maneras de cortarte la garganta sin que te dieras cuenta; cuando cumplí dieciséis, papá me regaló una navaja rústica, aunque de buena calidad.
Formamos bandos. Yo, aunque no tenía predilección por nadie, y no me tentaba la vida callejera, me uní a los Five (todos los que jugábamos en la Corregidora) y algunos, como Vilas, se unieron a los 33.
Desde entonces ambos grupos dejamos de hablarnos, según instrucciones de Big Joe, quien era el jefe de los dos.
Mi padre me dio una paliza cuando se enteró. Pero algunos nunca se entrometieron. El padre de Oso, por ejemplo, era el conserje de la escuela y estaba más interesado en espiar los baños de las chicas de secundaria que vernos pelear en el patio a la hora de recreo.
Vilas no tenía papá, porque supuestamente se había largado a la montaña a pelear, y su madre había huido al barrio para no levantar sospechas; mi mamá decía que era una mentira para justificar la pobreza; no sé. Vilas siempre me pareció distinto, con un porte de galán de revistas. Las chicas (y aún algunas mujeres solteronas) lo admiraban. Vilas, antes de unirse a los 33, hablaba de ir a la montaña a buscar a su padre. Era fácil ahora, porque nadie se interesaba en la ciudad; el gobierno y su ejército estaban perdidos en medio de la selva buscando a un puñado de hombre barbados y huevones (eso decía la gente) que prefería dormir como animales a buscar un trabajo decente.
La verdad es que nos volvimos mayores y no había trabajo. Nosotros también éramos huevones.

Vilas y los 33 empezaron a rondar el barrio. Me gustaba verlos, porque siempre iban bien vestidos; su ropa imitaba el vestuario de los gringos, y llevaban una radio enorme y fumaban y bebían. Parecía una buena vida. Los Five éramos pobres y yo seguía remendado zapatos. Todavía mantenía mi apodo.
Entonces, la noche del 19 de marzo de 1988, todo cambió. Para siempre.

Big Joe nos pidió una prueba de fidelidad. Vilas se había autoproclamado el nuevo jefe de los 33. Mátenlo, dijo. El traidor debe morir. Todos nos vimos y nadie habló. Si nadie lo mata, yo mismo lo haré, dijo, pero también los mataré a ustedes, maricas. Entonces Oso dijo, está bien, lo haremos.
Nos fuimos a dormir. El día señalado era el viernes 19. El cumpleaños de la mamá de Vilas. Ya no éramos chicos rebeldes, ahora éramos hombres enemistados y dispuestos a matar. Nunca había matado nada. Mi experiencia con la navaja y los cuchillos era puramente artesanal. Era el hijo del zapatero, Zapatos. Pero, según el plan, eso iba cambiar la noche siguiente.
En la mañana me levanté temprano y afilé mi navaja. Ese era el plan. Cada uno iba a matar a Vilas. Quiero decir, lo mataríamos entre todos. Oso iba a ser el primero en enterrar el machete (oxidado, que su padre usaba para cortar la maleza) y Hoffman, el hijo del judío, sería el último. Yo estaba programado en medio del espectáculo y no había recibido instrucciones específicas. Eso significaba que no era importante para la pandilla y me dolió profundamente. Decidí dejarla al día siguiente. Planeaba largarme de ahí.

A las diez nos juntamos en la portería sur de la Corregidora. Saquen sus cuchillos, dijo Oso, y nosotros los empuñamos; brillaban.
Ahora, dijo, hay que buscar a ese criollo maldito y cortarle hasta el último pellejo. Big Joe quiere pruebas. Antes de partir Oso me dijo: Zapatos, córtale un dedo; después se lo llevas a Big Joe. Asentí. Todavía no sé bien por qué.

Sabíamos que Vilas frecuentaba los bares del ferrocarril. Las putas, los chulos y la droga eran un secreto a voces. Aún hoy, si no estoy errado, te puedes echar un polvo en las habitaciones minúsculas de la línea. En ese entonces, todas eran chiquillas medrosas, que había huido de casa o que tenían hijos por mantener.
Llegamos a la línea. Oso fue el primero en aparecer. Vilas estaba borracho, recostado sobre una mesa de madera. Había botellas rotas sobre el piso y la cantina apestaba a orín y cloro. Los demás compañeros de Vilas estaban ocupados; ya saben, con las putas. Y Vilas había brindado a la memoria de su padre y ahora estaba borracho.
Por lo menos te vas a morir alegre, le dijo Oso. Nos hizo señas. Llegamos todos y lo cargamos, como se carga un héroe fallido, como cargaron a los mártires.
Detrás de la línea había un campo enorme, de tierra. Desde que los Five y los 33 existían, ya nadie pasaba por ahí a cierta hora; sabíamos de antemano que el lugar estaría desierto.
Vilas no reaccionaba. Oso estaba como idiotizado; pero sabía que no disponíamos de mucho tiempo. El sexo practicado por los hombres jóvenes es malo y no dura mucho; sabíamos que se lanzarían en busca del jefe lo más pronto posible.
Sacamos los cuchillos.
Querido Vilas, dijo Oso. Big Joe es el jefe. De todos. Estás borracho, pero todavía podés oírme. La puta de tu madre llorará tus huesos, y el control será de los Five.
Lo pusimos de pie; empezó a reaccionar.
No dijo nada; nos vio y bajó la cabeza.
Tápenle la boca, dijo Oso. Lo hicimos. Navarrete tomó un poco de tierra y se la metió en la boca. Yo me quedé el último, observando.
Como en un ritual, Oso sacó el machete, y después de acertar el primer golpe, se hizo a un lado. Todos los demás empezaron a atacar y Vilas dejó de llorar. Yo me quedé con la navaja de mi padre, en la mano, resbalándose por el sudor, y vi cómo despedazan a Vilas, como si fuera un cerdo; vi cómo le desfiguraban el rostro al muchacho guapo; como le arrancaban los dientes al hijo del guerrillero. Hoffman reía frenético y tenía la camisa empapada de sangre; Oso empezó a patear el cadáver inútil de Vilas, y yo no hacía nada más que ver; me daba asco el cuerpo de Vilas, pero me causaban náusea mis compañeros, los hijos de puta que copulaban sobre el cuerpo del hijo del guerrillero que en esos precisos momentos era torturado por un pinto, en una choza, en la montaña.
Vilas podía morir con la honra, quizá heredada, de no haber suplicado nada, de haberse dejado matar, borracho y sin oponer resistencia.
El hijo del zapatero le cortó el dedo índice a Vilas, como iniciación definitiva, justo cuando en la montaña un de los soldados más valientes le sacaba un ojo al padre del muerto, y lo admiraba como trofeo.

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