Escribo de ti en una mesa que se balancea al compás de un corcho de vino tinto que hace las veces de calzo en su pata.
Hoy me he sentado decidido a dibujar con palabras el contorno de tu cara y el afilado mechón de tu flequillo que se escapó de tus dedos y me señaló con descaro el camino hacia tu boca.
Te imagino mientras lo hago y mi caligrafía se resiente por el vaivén. El vaivén que tiene hoy la mesa y el recuerdo del vaivén que tuvieron ayer, sobre mí, tus caderas.
Estoy atascado buscando un adjetivo. Tendría que estar entre dulce y amargo, pero no lo encuentro… lo quiero para un olor que encontré en el hueco de tu cuello y voy a usarlo para atar aún más esa tarde a mi recuerdo.
¿Por qué estas ganas por recordarlo todo? Si aún abrasan mis pupilas tu melena batiendo el aire, los espasmos de placer corriendo por tu espalda arqueada. Si sé que esta tarde volverás a mi cama y beberé de tu ombligo, tu ardor, tus ganas.
Como yo, lo sabes. Son las últimas jugadas. No quiero olvidar nada de esta historia que, sin futuro, se convierte día a día en agua pasada. Un relato a dos manos para el que, desde el principio, sólo tuvimos clara la trama.
Pero túmbate, ven, vamos a soplar juntos las ascuas, vamos a dejar que nuestro error relumbre, nos caliente y nos transporte otra semana.
Porque esto puede haber terminado hoy, sí. Pero no mañana.
[…] La Máquina del Tiempo […]