Había salido escaldado del negocio familiar. Aquello acabó explotando y nos mandaron a todos a la mierda.
La muerte de la abuela distanció a la familia. La quiebra del negocio la desintegró.
No se acabó en los tribunales de milagro.
El dinero no sabe de lazos de sangre, ni de genética.
Sin trabajo, dolido y saturado, decidí darme un respiro que durara todo el verano.
Fue el verano de Julie. Una chica inglesa que había venido a Madrid a terminar sus estudios y que a finales de septiembre se volvía a Bristol.
Nos conocimos por la noche en una discoteca. A las 6 de la mañana estábamos follando en su casa en la calle San Marcos. En Chueca. Compartía piso con una chica y un chico.
Recuerdo ir al baño y encontrarme en el salón a tres tíos con la mesa llena de farlopa y poppers chupándose las pollas. Me invitaron. Recliné su invitación.
Cuando nos levantamos, hacía unos de esos días soleados de mediados de junio en los que todo huele a entusiasmo, a esplendor. Casi, casi a verano.
Bajamos a comprar algo para comer y cuando subimos lo hicimos para preparar las maletas e irnos a Cabo de Gata a pasar unos días.
A ninguno nos ataba nada en Madrid. Ni curro, ni estudios ni nada. Así que en apenas 6 horas mi primavera de mierda se había convertido en unas vacaciones veraniegas con una chica preciosa que sólo quería pasárselo bien y aprovechar los meses que iba a estar en España.
Fueron unos días maravillosos. Cabo de Gata nunca decepciona.
Levantarse, remolonear, el café, un batido de plátano, un porro, follar un poquito antes de bajar a las playas. Comidas mirando al mar, siestas bajo la sombrilla, paseos de la mano, atardeceres con vino blanco en Las Negras…
Bucolicolandia
Los días de Cabo de Gata se acababan, pero nosotros no teníamos ganas de separarnos.
Lo estábamos pasando tan bien que de ahí nos fuimos a Benidorm a ver a una amiga suya, que allí andaba con otras chicas.
Llevaba años sin ver Benidorm. Me impresionó verlo desde la autopista.
Tan brutal y grotesco. Tan ordinario que te llega a gustar. Yo, flipé.
Y allí estaba, en Benidorm, con cuatro chicas veinteañeras, guiris, preciosas, en un rascacielos. Un apartamento en el decimosexto piso a pie de playa y con vistas al mar. Las chicas se tiraban todo el día en bolas, en bikini, en bragas…
Como íbamos a playas nudistas y ya nos habíamos visto sin ropa, en la casa tampoco nos cubríamos mucho. Pero no es lo mismo. No tiene las mismas connotaciones y a mí aquello me tenía todo el día cachondo. Salía del cuarto de las maratonianas sesiones de sexo que tenía con Julie y me paseaba con la polla fuera con la excusa de ir a la cocina, al baño, a por un mechero, una cerve. Daba igual. Puro exhibicionismo.
Recuerdo follar haciendo más ruido de lo normal con la esperanza de que alguna de sus amigas nos oyera, se excitara, abriera la puerta y me pusiera las tetas en la cara. Pero no pasó. Al menos no en la realidad.
Aun así, rememorar aquellos días en Benidorm no puede ser más grato.
Cada vez que he vuelto a Benidorm no he podido dejar de mirar el edificio donde está el apartamento recreando cada instante de lo allí vivido.
Julie era un encanto. Rubia, no muy alta, guapa. Una chica con curvas. La piel suave, con un colorcito tostado nada británico. Tenía los pechos grandes y la tripa muy lisa, con dos huesos muy pronunciados en las caderas que hacían que al estar tumbada, su bikini, sus bragas, quedaran separadas de la piel provocando arco mágico que invitaba a imaginar el nacimiento del vello púbico. Y allí había un pubis rubio, fino, pequeño, casi adolescente.
Pasamos un verano de puta madre. Después volvimos a Madrid. Todo agosto juntos, moviéndonos de un sitio a otro. Unas veces íbamos al pantano de San Juan a bañarnos y otras hacíamos visitas de 1 ó 2 días a lugares como Toledo, Salamanca, Granada…
A mediados de septiembre decidimos volver a Cabo de Gata.
Ella se iba a tener que volver a su país y pensamos que pasar los últimos días allí serían un buen colofón a su estancia.
Así fue. Imposible mejorarlo. Una verdadera luna de miel.
No nos queríamos, no estábamos enamorados. Pero guardo a Julie entre los amores más bonitos e importantes.
Quizá el saber que era un amor con fecha de caducidad hizo que no tuviésemos pretensiones, que pensáramos sólo en presente, en divertirnos, en celebrarnos. En exprimir esa sensación de aventura, de amor de verano.
Después han venido otros amores, unos cuantos.
Algunos importantes. Mujeres con las que compartir la vida ha sido una puta pasada.
Amores de verdad. Sólidos. Con sus cosas. Con días de puta madre y días de puta mierda. Con su complicidad, sus cariños o sus sentimientos de rechazo. Con celos y demás tonterías. Amigos en común, suegros, cuñados…
Sentir que se hace camino con un compañero. Compartir. Amar.
Pero siempre pasa algo. Siempre.
Por eso cuando miro atrás, a los amores como Julie, donde el conocimiento del final te da la licencia para que aproveches el presente, sin vacilaciones, sin miedos, sin competir, sin silencios. Amores en los que el disfrute se potencia por la firme convicción de un final tajante, inexorable.
La certeza absoluta de saber que el amor se acaba.
Entonces es cuando me reprocho el habérmelo tomado tan en serio.
Para qué tanto desgaste?
Acaso no nacen ya todos los amores con su fecha de caducidad?