Se apoya contra la pared y resopla, agotado. Ha ido de un pelo esta vez, pero parece haberles despistado. Se deja arrastrar por el cansancio y sus huesos, junto al revólver del que se desprende en un gesto casi infantil, van a parar al suelo de un sucio callejón. El callejón más estrecho que la divina providencia podría haberle proporcionado en un momento como aquel.
Descansa la cabeza contra la pared y descansa. Descansa y espera a que el dolor palpitante de la pierna mengüe. Descansa y espera a que, como por obra de magia, se le presente una solución que le resuelva la papeleta.
Menudo pedazo de mierda.
El tic tac del viejo reloj de cuerda del aparador empieza a taladrarme el cerebro como si lo llevara pegado a la nuca. El ordenador emite un zumbido extraño desde hace semanas y al técnico ni está ni se le espera. ¿A quién hay que follarse para que las cosas funcionen como deberían? Me cago en todo. Joder. Ni siquiera el bolígrafo parece estar por la labor, lleva renqueando las dos últimas páginas y los trazos de tinta, discontinua, no hacen más que acrecentar la sensación de que debería dejarlo por hoy.
Me duele la cabeza. Debería abrir las ventanas.
Y luego está él, que no deja de acosarme con preguntas e insinuaciones que de sobra sabe que no quiero escuchar:
—No sé cómo lo verás, pero creo que ya es hora de que lo superes.
—¿Tú crees?
—Yo creo.
—Ajá… ¿Y qué es lo que tengo que superar exactamente?
—No pienso discutir contigo sobre ella de nuevo.
—¿Qué tiene que ver ella con todo esto?
—Te he dicho que no voy a discutir sobre ella contigo de nuevo. No insistas.
—Pues genial.
Me agota. Henry me agota. Como esta historia, este manuscrito de mierda. Me agota. Todo me agota.
—Sí, perfecto. Pero supéralo de una puta vez para que podamos seguir con nuestras vidas.
—¿Qué vidas? ¿Crees que tú tienes una vida?
Henry ríe, por supuesto.
—¿Y tú? ¿La tienes tú?
—Mira… —Cojo aire porque aunque me gustaría empotrarle contra la pared y hacerle daño, mucho daño, me es físicamente imposible—. ¿Sabes qué? Empiezo a cansarme de este juego.
—No fui yo quien lo empezó, amigo.
No solo no soy capaz de escribir más de dos frases seguidas con el mínimo de coherencia y calidad que se esperan de un profesional sino que encima, mis personajes comienzan a revelarse contra mí.
Debería abrir las ventanas. Dejar que corra el aire. Hacer la colada, comer algo quizá.
Venga, para. Déjalo por hoy. Si no sale nada, no sale nada. Qué le vamos a hacer. Tampoco es el fin del mundo.
—No, desde luego que no. Pero sí podría ser el principio de algo realmente feo.
—Joder, Henry. ¿Siempre eres tan repelente?
—La mayor parte del tiempo, sí. Pero en cualquier caso, tú sabrás, ¿no?
—No. No sé. Ese es el problema. Que eres un cabrón arrogante con vida propia.
—Y eso te supone un enorme problema, por lo que veo.
—Me supone un problema porque es un problema.
—De fácil solución.
Suelta el bolígrafo, Enrique, suéltalo.
Así, bien. Descansa la mano, deja que respiren los poros de la piel, que se desintoxiquen. Estás sudando, joder.
¿Desde cuándo no se airea esta casa? Antes se encargaba ella de que todo estuviera en orden, sí, pero no es excusa. Huele a cerrado que tira para atrás.
Las hojas del cuaderno están arrugadas. Qué desastre. ¿Por qué sigo escribiendo a mano? Tendré que pasarlo todo a ordenador después igualmente. Siempre y cuando consiga que algo de esta mierda tenga sentido, claro.
—Oye, creo que deberías ir pensando en sacarme de aquí.
—¿Y eso por qué?
—Bueno, perdona por ser tan directo, pero creo que está bastante claro que te encuentras en un callejón sin salida. Por tanto, yo también lo estoy. Y creo que a ninguno de los dos nos conviene dicha circunstancia.
—No estoy en ningún puto callejón sin salida.
—Demuéstralo.
—¿Qué? ¿Cómo quieres que te lo demuestre, maldito descerebrado?
—Hazme avanzar. No sé, quiero decir, ¿qué hago ahora? Estoy cansado y empapado en sudor. He corrido a través de dos páginas, la pistola está en el suelo y en fin, para ser francos, Mary probablemente lleve horas durmiendo con los peces. Así que, dame un propósito o sácame de aquí. A mí me da lo mismo. Pero esto… esto nos terminará matando a ambos.
—Cierra la boca. —Quiero emborronar la página de tinta, rajarla de arriba a abajo, arrugarla, despedazarla.
—¿Y si no?
—¡Cierra la puta boca o te juro que…!
—¿Qué?
Nada. Lo sabe tan bien como yo. Maldito desgraciado.
Se calla. Respiro. Silencio por fin.
Fuera, alguna paloma ulula con desazón. Me recuerda que aun no he abierto las ventanas, que no he descorrido las persianas. La paloma, que resulta ser un pichón, emite sonidos propios de un ser desencantado con la realidad, si es que eso puede darse en un ave. Observo durante un segundo cómo mueve la cabeza hacia delante y detrás, a un lado y otro, sin sentido ni concierto.
—Oye, ¿por qué crees que las palomas ulularán todo el tiempo? —pregunta Henry, que aburrido, ha terminado por tumbarse del todo en el suelo del callejón.
—Joder, y yo qué sé.
—¿Crees que lo hacen por llamar la atención?
—Pues no, no lo creo. ¿Tanto te preocupa? —De verdad, de verdad que quiero matarlo.
—¿A mí? No me preocupa en absoluto, ¿pero lo sabes o no?
—No, no lo sé.
—Pero que los búhos y las lechuzas también ululan, sí lo sabías, ¿verdad?
El pichón de la ventana, como si se hubiera aliado de forma diabólica con Henry, comienza a ulular con toda la fuerza que sus pequeños pulmones le permiten. Suspiro. No puedo más.
—Dame un respiro —suplico.
—Oye, colega, no me jodas. No has hecho otra cosa más que “tomarte un respiro” tras otro desde que nos conocimos.
—Eso no es cierto.
—¿Te mentiría yo a ti?
—No lo sé.
—¿Por qué iba a hacerlo?
Bien pensado, resulta bastante estúpido pensar en un hipotético escenario en el que intentara siquiera mentirme.
—Que te jodan. Que te jodan, que te jodan. ¿Quieres moverte? Te vas a mover, puto imbécil…
Henry se pone en pie con cierta dificultad. Las piernas aun le pesan después de la carrera de hace un rato. Mira tras de sí y después hacia delante, al camino que se abre ante él, a la salida del callejón, unos metros más allá. Contempla la pistola, que todavía yace en el suelo, desangelada, y después, con ojos de cordero, mira a la nada.
Un escalofrío me recorre el cuerpo. «Ella nos está esperando», pensamos.
—Sí –, advierto. Es cierto, ella sigue esperando— Veamos qué encontramos.
Henry se arrodilla y rescata la pistola. Le quita el polvo con ayuda del interior de su desgastada chaqueta de ante y tras comprobar que tiene el seguro puesto, la coloca en la trasera de sus pantalones. Se cruje el cuello en un movimiento tan brusco como el cambio de dirección que planea ejecutar en cuanto salga del callejón y comienza a andar.
Cruza la avenida y gira a la izquierda, en vez de a la derecha. Se desliza calle abajo, no arriba, por una estrecha calzada repleta de puestos ambulantes y transeúntes que no hacen más que estorbarle. Trata de disimular la creciente ansiedad que como cavallino rampante se alza en lo más hondo de su pecho y que, contra todo pronóstico, repiquetea entre sus costillas. Tiene un extraño presentimiento. Acelera el paso al llegar a la intersección de la 4º Avenida con la 60 para no tener que esperar a que el semáforo se ponga en verde.
Atraviesa el parque sin darse cuenta de que prácticamente está corriendo, de que todo el mundo le observa como si estuviera loco. Ni siquiera ha reparado en que de una de las perneras del vaquero, la derecha, con toda probabilidad, gotea sangre oscura y espesa, suya, sin lugar a dudas.
Sortea un par de bancos de madera desvencijados, algunos coches mal aparcados, cruza un nuevo paso de cebra y por fin llega a su inesperado destino.
No necesita llamar porque una señora abre la puerta para salir en ese justo momento y él, siendo todo lo caballeroso que uno puede ser cuando se ha sudado más de cuatro kilómetros y te arden los gemelos consecuentemente, saluda y le sostiene la puerta para entrar tras ella.
«Sabe dulce, y un poco a hierro, la victoria», piensa. Henry la saborea de forma anticipada mientras sube a zancadas las escaleras hasta el cuarto piso. Tras de sí, una hilera carmesí ofrece pistas inequívocas del desasosiego que siente.
4ºC. Sí. Ella lo espera. Él aporrea la puerta excitado. No obtiene respuesta. Insiste. Golpea la puerta con fuerza. Se restriega los ojos, cansado. Se pregunta qué clase de mierda tan importante puede estar haciendo como para no acudir a su llamada. Se pregunta si quizá, el problema es que no esté haciendo, precisamente, nada. Su respiración se vuelve agitada. Su pulso se eleva. Retira los pies del felpudo y rebusca bajo este, pero allí no hay nada excepto polvo. «Maldita idiota», piensa, «cuántas veces le habré dicho que tener ahí esa llave es prácticamente una invitación a entrar, joder». Aporrea la puerta una vez más. Vocifera, desesperado, el nombre de la mujer que busca. No ha podido llegar tarde, ¿verdad? No, de ninguna manera. Saca el revolver y dispara dos, tres, cuatro, cinco veces en torno al pomo. Esquirlas de madera saltan en todas direcciones, pero la puerta no se abre. Maldice. Maldice. Maldice. Escucha cómo algunos vecinos gritan ante el estruendo y maldice. El propietario del 4ºB, asoma entonces la cabeza y Henry, fuera de sus cabales y pistola en ristre, se abalanza sobre él.
—Tú, espabilado, escúchame: ¿tienes las llaves de ese piso?
El hombre, que no ha visto una pistola en su vida, y mucho menos a dos centímetros de su cara, gimotea con fuerza.
—¡Eh! ¿Tienes llaves o no?
—¿Qué? Sí, sí… Para emergencias y cosas así, nada más…
—Perfecto. Eso es lo que es esto. Vamos, ve a por ellas –dice golpeándole en la sien con la culata y empujándole después.
Cinco segundos más tarde, el atemorizado vecino vuelve al refugio de su hogar mientras Henry pelea con la cerradura.
Abre la puerta dejando que esta golpee con fuerza la pared y grita de nuevo: «¡Mary! ¡Mary!» Tiene la voz rota y la boca pastosa, que ya no saborea ningún tipo de victoria, sino más bien, una suerte de pánico espeso y pesado. Sabor a mierda, olor a hierro. Un olor que empapa la atmósfera, y le trae recuerdos de cosas que ya fueron, recuerdo de cosas que, por desgracia, son como son. Cosas que, una vez más, está a punto de presenciar contra su voluntad. Cosas que nunca debieron de haber sido.
Deja caer la pistola contra el parqué, húmedo y reblandecido.
—¿Mary…?
Mary tiene la piel grisácea, las muñecas rojizas e hinchadas y el rostro desencajado. Los ojos entrecerrados y el pecho abierto dibujan la grotesca figura de una suerte de flor carbonizada. A Henry le duele el pecho. A Henry le duele, dentro, muy dentro.
Maldice una y otra vez mientras camina hacia ella. Maldice. Maldice. Apretando los labios, vuelve a juntarle las piernas en lo que él considera una posición más natural y menos impúdica. Baja sus párpados y le recoloca la mandíbula. Acaricia su pelo, sucio y pegajoso. Roza con cariño sus muñecas, heladas y llenas de úlceras.
A Henry le duele horrores la pierna, pero le duelen más otras cosas.
La policía no tarda mucho en llegar. Menos tardan en atar cabos. «Me estaba esperando», le susurra Henry al agente. «Me esperaba, pero no llegué a tiempo».