Gerardo

Gerardo tiene 61 años. Se acaba de divorciar por segunda vez.

Cuando se divorció la primera vez tenía 37 años y dos hijos.

Su mujer descubrió que tenía una relación con una «amiga» en común y se lió una gorda.

Al año se casó con Inés, la «amiga», con la que tuvo una niña. Quizá la fue la mujer de su vida. Los años que vivió con ella fueron los años cruciales de la vida de Gerardo.

Alcanzó la madurez en plena expansión personal y sobre todo económica.

Pero una mañana Inés le dijo que ya no sentía lo mismo. “Quiero más tiempo para mí. Lo mejor es que cada uno viva su vida por separado. La niña se va dos años a estudiar a Berlín y creo que es un buen momento”.

Aquello le jodió bien. No se había planteado una vida de cincuentón soltero.

La verdad es que no se había planteado casi nada. Porque de repente, sabiendo que era ya tarde, se le llenaba la cabeza de preguntas…

«Que ya no sientes lo mismo? Ni yo, a ver que te has creído».

«… Más tiempo para ti…, ni que yo te ocupara tu espacio”…

«De verdad… A esta edad… Qué coño busca? Es que se va a enamorar ahora?”

Gerardo se sentía débil ante el vértigo de verse solo.

Se mudó a un piso por el centro, en una buena zona.

Con él se llevó a Luisa, la mujer que ayudaba en las tareas domésticas desde hacía ya unos cuantos años.

Luisa le cuida como una madre. Es esa clase de personas afectuosas que empatiza enseguida. Pese a la frialdad con la que a lo largo de los años Gerardo la había tratado, Luisa le conocía bien y sabía que sin Inés y sin la niña no estaba en sus mejores momentos.

A Gerardo le daba vergüenza que la gente le tratara con cariño.

Pensó que era un síntoma de debilidad.

Que Luisa estuviera más pendiente. Que sus compañeros de trabajo se ofrecieran sin parar para salir, que sus amigos más íntimos le hablaran de «unas vacaciones solos» como si tuviesen 20 años… «No seas amargado! Vamos, coño! Si todavía somos unos chavales!»

Se sintió raro. Había momentos en los que pensaba la clase de persona que había sido para que ahora, cuando la gente se acercaba a él con afecto, sintiera esa especie de alarma que al final le hacía comportarse de una manera nada natural. Cómo queriendo ser más distante de lo que lo fue nunca.

Y cayó otra vez en la rutina, pero esta vez estaba solo.

Sus días empezaban y acababan sin mucha historia.

Se levantaba temprano, iba al trabajo y al caer la noche volvía a casa, donde cenaba algo y se acostaba no muy tarde.

Cuando necesitaba sexo, recurría a prostitutas.

Durante un tiempo lo hizo esporádicamente. Pero le provocaba cierta frustración y dejó de hacerlo.

Se fue dejando llevar poco a poco.

Envejeció muy deprisa. Le costaba encontrar motivaciones.

De nada le sirvió comprarse un Mercedes clase C, ni una tele gigante, ni siquiera le motivó el nacimiento de su primer nieto. Apenas lo veía.

El trabajo, que le había mantenido vivo durante ese período, dio un giro inesperado.

Le «ascendieron», pero en realidad lo que hicieron fue quitarle el puesto. Quitarle del medio.

Aunque le habían subido los emolumentos, le habían quitado de los puestos relevantes y de la toma de decisiones.

En su puesto pusieron un chico que no llegaba a la treintena con varias carreras en el extranjero, varios idiomas y mucha más familiaridad tanto con la informática como con las tendencias de los nuevos mercados.

Estar en aquellas reuniones en las que apenas importaba lo que pensara, lo que dijera, se le hacía insoportable.

Empezó sintiéndose desubicado hasta que se sintió un estorbo.

Gerardo habló con la dirección de la empresa y llegaron a un acuerdo muy favorable para él.

Con la liquidación y el plan de pensiones, más el dinero que le rentaban de unas acciones, Gerardo se prejubilo a los 59 años con el futuro económicamente asegurado.

Nunca había sido hombre de vicios ni de noche, pero ante el aburrimiento con el que pasaban los días, Gerardo empezó a salir con Nico, un antiguo compañero de trabajo que estaba en una situación parecida.

Pronto planearon actividades juntos. Nico era mucho más sociable que Gerardo. Un par de veces a la semana Nico le proponía planes con mujeres.

A Gerardo no le entusiasmaban mucho los planes, pero cualquier cosa era mejor que estar metido en casa.

Cuando Nico intentaba intimar con alguna mujer usaba artimañas que a Gerardo le provocaban vergüenza ajena. Le sorprendía el éxito que, siendo tan vulgar, tenía Nico con las mujeres.

Nico le recriminó lo poco que hacía por pasarlo bien.

Joder, macho, si sales porque sales, si te quedas porque te quedas. Si no quedamos con nadie porque vamos solos, si vienen mujeres porque vienen… Te llamo para jugar al pádel y nada, te digo que vayamos al fútbol y nada. Anda, macho! Anímate un poco, que pareces un viejo…

Un viejo? Gerardo no terminaba de entender qué quería decir con lo de parecer un viejo.

En una de esas conoció a Dori, una mujer mejicana al menos 20 años más joven.

Se vieron un par de veces con Nico y otra amiga.

Llegó el día que tras unas copas Gerardo invito a Dori a su casa.

Estaba todo listo. Se había tomado una Viagra una hora antes y se sentía animado.

Gerardo preparó las copas y ambos se sentaron en el sofá.

Cuando los arrumacos comenzaron, Dori se empezó a desnudar.

Se había puesto su ropa interior más sexy.

Se pusieron a «jugar», pero Gerardo no terminaba de erectarse.

No era la primera vez que le pasaba, pero sí era la primera vez que usando Viagra no conseguía una erección suficiente.

Las palabras de Dori eran tan correctas como demoledoras.

«No te preocupes, no todo es penetración», «es normal que a veces ocurra», «por mí, no pasa nada, me lo estoy pasando bien»…

Cuando después de disimular, de hacer ver que todo aquello entraba dentro de la normalidad, Dori se dispuso a marcharse y Gerardo se quedó solo.

Otra vez esa sensación de que él ya no era él.

No añoraba poder tener buen sexo. Ni siquiera se sintió ridículo después del mal rato pasado.

Le dolía mucho más empezar a vislumbrar lo que en ese momento a Gerardo le parecía el principio del fin.

Ya no tenía el cariño, la compañía de una mujer. Y eso le parecía primordial. Nunca planeó vivir solo. No estaba preparado. No sabía.

La relación con sus hijos era tan o más distante de lo fue siempre.

Ya no trabajaba, ya no tenía a quién mandar ni a quién rendir cuentas. Ahora ya, ni siquiera su cuerpo le respondía.

Se preparó un whisky con hielo. Encendió la tele, dio con un canal en el que ponían ‘Enmanuelle’ y se empalmó.

Se sintió ridículo. Pensó que quizá ese era su destino. Todo le empezaba a pasar a destiempo.

Gerardo apagó la tele y se fue al cuarto, dio varias vueltas en la cama, pero no se durmió.

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