Los primeros rayos de Sol del día comenzaban a rayar el suelo de la habitación mientras el gatito paseaba sus pequeñas huellas sobre el charco de sangre.
Apenas sin hacer sonido alguno rodeaba lentamente y con elegante paso al cadáver.
Miau —dijo.
Miaaau—volvió a entonar.
La luz otorgaba la calidez propia de la mañana otoñal a la escena teñida de rojo.
El minino se detiene ahora y comienza a reflexionar.
Miau. Tengo hambre. Rrrrrr. No se mueve.
Y comienza de nuevo su paso con acompasado andar.
La sangre avanza lentamente sobre el suelo, avanza y brilla tanto, que el gatito intuye sus ojos en ella.
Se tumba y se despereza, casi mancha sus bigotes en el líquido vital.
Se asusta y en seguida vuelve a estar en pie.
Comienza a distraerse observando muy de cerca rasgos que nunca apreció y que parecen estar cambiando al igual que la luz a lo largo de la mañana.
Carne blanca y arrugada que adquiere una extraña tirantez, se ilumina y hace que un tono marfileño inunde los marcados contornos de una cara sin vida.
Carne débil de humano débil —piensa el felino entonces.
Algo más se detiene al descubrir unos ojos quietos, esos en los que tanto le gustaba alabar la fuerza de los suyos propios, espejos de su propio ego en un tiempo pasado.
Duerme y despierta de nuevo, todo sigue igual salvo la sangre, esa que casi todo lo toca con templanza que rápidamente torna a una fría sensación.
Se impacienta este gatito, se impacienta cada vez más.
Nada a su alcance puede calmar su más básico instinto, nada que no haya probado ya.
Otra vuelta más alrededor del cuerpo y una idea le asalta, la cual decide barajar.
Miaaau. Mi hambre puedo saciar… ésta nunca la he probado…
… carne estúpida de humano estúpido.