María posee un algo indefinido. Una mirada diferente, podríamos concluir simplificando. Las reducciones a tres palabras nunca conllevan justicia, pero por algo se ha de empezar.
Acudo a casa de Luis con Luis Fernando. Luisfer busca marihuana con la que apaciguar la maltrecha rodilla inflamada por no sé qué virus, que le ha mantenido postrado en el hospital un par de semanas.
María muestra su mirada divergente a través de la fotografía. En esta ocasión tengo la oportunidad de ver parte de la serie dedicada a Japón en una exposición que organiza la cooperativa cultural Mistos de Alicante. De entre todas las instantáneas dos me llaman particularmente la atención. No tienen nada que ver, pero sí.
Luis es el novio de Ximo, dos polos de un mismo extremo. Se llevan más de 20 años, tiempo más que suficiente para que aquél sea extrovertido y no oculte su condición, mientras que éste prodiga la introspección. ¿Cómo os va pareja? Pues ya ves como siempre… tirando, contesta Ximo antes de ofrecernos algo de beber.
Las dos fotografías que llaman mi atención muestran dos extremos del país nipón. En la primera de ellas, tomada no sé dónde aunque mi conocimiento limitadísimo de Japón me inclina a pensar en Kioto, se observa tras la maleza a una geisha servir parte del banquete de un ozashiki. Tampoco sé si es un ozashiki al uso, pues los tres comensales que se atisban están acomodados en sillas y no a ras de suelo sobre un tradicional tatami, como creía que era norma. En la segunda, disparada a traición por María, vemos a una jovencita ataviada con un vestido rosa con mangas de encaje, cuyo límite queda por encima de sus rodillas.
¿Asinque este es tu amigo, no? Sí, respondo. ¿Y cómo te llamas?, pregunta Luis. Luis Fernando. ¡Vaya! Como mi hermano: tengo un hermano gemelo que se llama Fernando. ¡Joder, qué casualidad! Ya me estás cayendo bien. ¿Querías verde, no? Sí. Pues vais a tener que acompañarme a las ‘milvi’, que mi gitano tiene siempre de lo bueno lo mejor. Pasemos ayer el Ximo y yo pero no estaba, no queda otra que ir.
La joven nipona, cuya cara nunca reconoceré, nos da la espalda. Tan sólo observamos su tupido pelo negro recogido con gomas en dos coletas. Su vestido rosa con puntitos blancos y unas medias sugerentes mitad negras, mitad blancas con corazoncitos acrecienta la sensación de que estamos ante una lolita. Una lolita que ocupa el primer plano mientras no sabemos si espera o va a cruzar por un amplísimo paso de cebra situado bajo una recia techumbre, sostenida con fuertes columnas. El techo que enmarca la escena podría ser la parte inferior de un paso elevado o la unión de dos edificios por encima del amplio vial que puede que cruce nuestra lolita. Alguna vez debería preguntarle a María estas cosas. Más que nada para dejar de elucubrar.
Las noches de verano en las ‘milvi’, las mil viviendas, se viven en la calle. Por ellas corretean zagales y mozuelas, mientras corrillos de mujeres y hombres le dan al palique sentados en sus sillas, casi siempre no muy lejos de las porterías de sus viviendas. Corretean, juegan, miran y dan el agua si observan algo. No está uno muy a gusto en estos lares, la verdad. De todas formas, Luis se adentra solo y tan sólo debemos esperar aparcados en un solar repleto de furgonetas y miradas de niños.
Al igual que pasa con la fotografía de nuestra lolita, la de la geisha también es furtiva. Sin embargo, ella mira a cámara. Parece que cazó al cazador. En este caso cazadora, pues ya sabemos que se trata de María. Aunque suponemos que no es una casa de té al uso, colegimos que ella (sólo vemos a una) no habrá dejado de cumplir con el ritual ancestral de la bienvenida reverencial y el ofrecimiento de una copita de sake.
Encuentro a Ximo algo alterado. Luis ha tenido juicio esta mañana, y está a la espera de que regrese del trabajo. No me cuenta mucho, pero sí le entresaco que Luis fue víctima de una paliza.
Cada vez que confronto las dos escenas, las dos fotos de María, percibo con mayor fuerza que realmente es sólo una.
Alguien abre la puerta. ¡No te puedes ni figurar lo que ha pasado en el juzgado! ¡Maldito cabrón! ¡Le habemos salvado el culo y casi me escupe a la salida! Sí, sí mucha piel de cordero antes de entrar; muchos sollozos entre él y mi madre, pero en cuanto ha terminado… ¡Y qué puede achacarme a mí! ¿Qué soy maricón? Él que es un maleante, un puto vago que no ha hecho nada en su puta vida más allá de un bombo a la Loren.
Dos fotografías que se dan la mano. Donde atavismo y modernidad urbana conviven. De hecho, cada vez que miro hacia el interior de la ochaya, o casa de té, y nuestra geisha nos clava su mirada me convenzo a mí mismo de que realmente otea mucho más allá.
Me partió la cara, me pateó en el suelo, me tuvieron que dar 15 puntos en el labio. El muy cabrón casi acaba conmigo. Si no fuese por mi sobrino te juro que ese habría dormido en la trena. ¡No puedo más! ¡Es mi puto hermano gemelo! Joder somos dos gotas, tiene mi misma voz… ¡si hasta mi sobrino me llama papá cuando voy a verlo! Pero esto se ha acabado. Me ha llamado de todo: que si soy un puto maricón capaz de denunciar a su familia. ¡Está loco! Sólo piensa en drogarse, en que la Loren le consiga tema porque no sirve ni para eso.
Ella no sabe que la miran. Quizá sintió el click de María, quizá no. Aun así la miramos sin verla porque sigue de espaldas a nosotros, occidentales que la vemos colgada y enmarcada en esta exposición.
¡Me han condenado a pagar 1.000 euros! He tenido que declarar que la agresión fue mutua para que no se lo llevesen detenido. Y me dice que me apañe y pague la multa, que el único desgraciado que ha provocado esto he sido yo. Que me den por saco y que no voy a volver a ver a su hijo. ¡A mi sobrino! Y a todo esto mi pobre madre, superada, llorando, y la abogada intentando hacerle entrar en razón.
Nunca la veremos. Más bien nunca reconoceremos a nuestra lolita nipona. ¿A no ser que preguntemos por ella en la casa de té? Puede que allí sí. Porque puede que nuestra geisha no haya dejado de mirarla desde que ambas quedaron atrapadas en la memoria de la cámara de María. Y quizá antes, mucho antes. Porque aunque la práctica del ozashiki proviene del siglo XIV, del periodo Muromachi, la sumisión sigue ahí. Y aunque nuestra lolita no lo sepa y crea ser radicalmente diferente, las raíces, el entorno no le permiten escapar del todo.
Y así, mientras nuestra lolita nipona sólo escapa de las miradas lascivas a través de la comprensión de nuestra geisha que las sufre desde el periodo Muromachi, la Loren seguirá prostituyéndose para conseguir unas micras de cocaína con las que apaciguar a Fernando mientras destruyen su vida y la de su hijo, el sobrino de Luis.
Las imágenes que acompañan a este texto son de María López Castellanos.