El perro me observa desde los pies de la cama. Sus ojos azabache absorben los primeros rayos de sol que se atreven a penetrar por la ventana, como un agujero negro. En medio de esta penumbra artificial, me revuelvo entre las sábanas como un animal enjaulado. El colchón duro como la neurosis amortigua mis movimientos obsesivos. El perro continúa inmóvil. Su mirada penetra en mi mente anestesiada por los medicamentos como el bisturí afilado en la carne fresca del enfermo.
Rebusco en mi interior las pocas fuerzas que pude salvar tras el naufragio recaptador de serotonina de la noche anterior, para empezar un nuevo día a la deriva. Sé que cuando me levante, el perro tirará de mí de nuevo hacia la cama. Me quiere débil. Se alimenta de mis ganas de vivir. Se agarrará a mi pierna desde el mismo instante en que pose el pie sobre el frío suelo de la realidad. Tengo miedo y el día no ha hecho más que empezar.
Avanzo por el pasillo a duras penas, dando tumbos contra las paredes del destino con el perro agarrado a mi alma. Cada paso es una descarga eléctrica que me atraviesa el cuerpo hasta la sien. El paseo de los condenados a muerte siempre es lento porque ya conocen el final. Es mi último intento por detener las manillas del reloj del verdugo que me espera en la siguiente habitación, en la siguiente hora, el resto del día y de la noche. Ad eternum.
Con el pijama de rayas, bajo las escaleras que me conducen la exterior. El cálido sol de los primeros días del otoño contrasta con la fría oscuridad que me envuelve con un manto húmedo de melancolía y desasosiego. Intento encontrar en la calle las respuestas que no encuentro en la cárcel habitada de mi hogar. Comienzo a vagar sin rumbo junto a mi fiel compañero de fatigas. No necesita correa. La llevo yo por él. El perro me conduce a los rincones más lóbregos de la ciudad y del alma, evitando los lugares luminosos o con algún atisbo de vida. El cánido prefiere los espacios grises, en los que fundirse con el hastío y la desesperanza. Frías callejas en las que es imposible no sucumbir a la opresión del granito que te aplasta contra el asfalto negro de la enfermedad. Me pierdo en su madeja de recorridos imposibles por los oscuros rincones de la urbe y la mente humana.
Así transcurren las horas del día, caminando lentas hacia el cadalso de la noche. En el horizonte, la guadaña rasga el horizonte del día hasta cubrirlo de penumbra. La guillotina final asoma entre las nubes de melancolía. En algunos momentos, cuando el perro parece centrarse en otra presa, intento abrir mi viejo cuaderno de sueños imposibles, que escondo en el bolsillo interior del pijama de rayas. Allí nunca nadie mira. Nadie guardaría sus sueños en su propia cárcel interior. Apoyado contra una de las paredes húmedas del laberinto de la depresión, garabateo a duras penas unas palabras. Son indicaciones y señales que algún día me permitirán salir del laberinto que mi Dédalo negro preparó con precisión milimétrica y así vencer al minotauro. Un hilo que me reconduzca a la senda de la luz y la esperanza.
Regreso a casa empujado por mi amo. Cierro los ojos, intentando recordar el camino que anduve en la mañana gris soleada. Es difícil. El cóctel de medicamentos funde en nebulosa mi memoria, formando una esponjosa nube blanca, hueca y vacía de recuerdos. En esta nube inmemorial me desplazo de nuevo hasta mi lecho de muerte. En un último esfuerzo antes de sucumbir a los sedantes, me asomo a la ventana de la habitación que da al jardín de la esperanza. Entre la bruma de ansiolíticos, distingo una figura al otro lado de la verja. Un animal me observa con otros ojos. Enfoco mi mirada perdida intentando averiguar de quién se trata. Su forma contrasta con la aridez del espacio yermo de ilusiones. No hay duda. A pesar de la confusión y la somnolencia sé quién es. No puede ser otro. Está aguardando su oportunidad para saltar la verja del jardín y venir a mi encuentro en la habitación. Mi fiel amigo. La única esperanza. El gato blanco.