El hastío bajo tierra

Le indignaba pensar que llevaba toda la vida esperando el momento para ser valiente. Y sin embargo, no hacía nada por cambiar aquello.

El rumor de las masas confirmaba su hastío. Nunca le habían gustado las multitudes, pero últimamente su instinto solitario se había acentuado. «Nunca estarás mejor que contigo mismo», le dijo una vez su abuela. Cuánta razón tenía.

Sentado en el vagón del metro, trataba de respirar profundamente para controlar la creciente sensación de agobio que minuciosamente construía un resistente nido en su interior. Las caras de los viajeros eran un collage de los diversos rostros de la monotonía. ¿Se sentirían tan desgraciados como él? El traqueteo del metro y los traicioneros vaivenes proporcionaban un ligero cambio en un ambiente de absoluto vacío.

Le llegó el sonido lejano de un acordeón; a una veintena de metros, a dos vagones de distancia, un hombre de tez oscura agitaba con brío su querido instrumento tan ajado que parecía que fuera a romperse en pedazos. Mientras sus dedos bailaban frenéticamente a través del teclado, el músico espontáneo lucía una sonrisa histriónica en su rostro que hacía dudar de su salud mental. No era la primera vez que lo veía pues era un habitual de aquel trayecto. Pero por primera vez a él le surgió la pregunta, la duda que ese preciso momento le brindaba. ¿Era posible que aquella persona fuera la única feliz en todo el metro?

Miró alrededor buscando alguien cuya sonrisa pudiera rebatir su repentina certeza. No encontró tal objetivo. Sombrías miradas a los pies, ausentes ojos perdidos en una lejania inexistente, pupilas dilatadas a escasos centímetros de la pantalla iluminada de los móviles… la estampa era descorazonadora.

La voz metálica anunció la próxima estación. Algunos se levantaron de sus asientos y fueron reemplazados raudamente por los afortunados aspirantes a descansar un rato, que como buitres habían esperado a la menor señal para usurpar los tan codiciados tronos. Todos sintieron la paulatina desaceleración dentro del vagón y fueron posicionándose en las puertas dispuestos a continuar con sus penosos periplos.

Cuando las puertas volvieron a cerrarse, el vagón quedó prácticamente vacío. Resoplando, él mareó su mirada con desinterés mientras hacía caso omiso de la mano que el afanado acordeonista tendía en busca de una mísera consideración a su virtuosismo.

De nuevo aquella voz omnipresente, de nuevo el frenazo. Él se levantó de su asiento y se dirigió a la puerta más cercana. Sintió la opresión en el pecho al pensar que debería abrir las puertas y lanzarse al vacío, chocando violentamente con las paredes del túnel en una suerte de muerte instantánea y sin dolor. Pero nunca haría eso, seguiría compadeciéndose de si mismo mientras la existencia tejía su cada vez más espesa telaraña, de la cual era imposible escapar.

Cuando las puertas se abrieron, sus ojos toparon con unas diminutas almendras que lo miraron apenas unos instantes mientras intercambiaban sus posiciones y él quedaba fuera del vagón y el niño dentro. Lo acompañaba la que parecía ser su madre, sentándose casualmente en el mismo asiento que él había ocupado.

Fue entonces cuando apareció la sonrisa, sincera y espontánea, de aquellas que traspasan los muros más infranqueables y pueden llegar a resquebrajar el más duro de los cascarones. Él sintió como las comisuras de sus labios respondían a aquella sonrisa, algo que no recordaba haber hecho en mucho tiempo. El vagón reemprendió su marcha perdiéndose en la negrura del túnel.

Subiendo las escaleras automáticas él pensó que los instantes efímeros de felicidad compensan la inabarcable inmensidad de la desgracia.

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