Un día dibujé a un amable hombre feliz. El hombre feliz que dibujé era amable con su sonrisa sincera, sus redondas formas y sus profundos ojos plenos de bondad.
Su nacimiento me llenó de alegría, al mirarlo podía olvidar todo el dolor que yo sentía cada mañana. También sabía yo que mi felicidad recaía sobre este amable hombre, que parecía sonreír más cada día.
Este increíble hombre feliz se hacía más y más real, a medida que el tiempo pasaba, pero junto a este proceso una evolución parecía hacerse evidente en él: su sonrisa ya no crecía, más bien parecía menguar. Esto me comenzó a llenar de preocupación; su salud me incumbía tanto…
Sus ojos llenos de bondad antaño parecían turbarse acuosos, habían perdido toda la vida que yo les había dado y una lágrima en cada uno se disponía a brotar.
Cuando sus ojos habían derramado ya una o dos lágrimas, comenzó a llamar mi atención. Por fin, un día, se dirigió abiertamente a mí y me dijo:
“Estoy triste porque soy débil. Toda mi felicidad me daba fuerza, y esa sonrisa, mi arma, luchaba contra todo lo malo que se pudiera pensar. Pero ahora… ahora estoy triste porque sé que el fuego acabará conmigo. Si no fuera el fuego, la lluvia pudiera, algún día, destruirme. El recelo de los hombres puede partirme en dos y hacerme desaparecer. Y mi naturaleza orgánica, esa en la que tú decidiste crearme, hará que, con los años, no pueda dejar apenas huella»…
“Entonces…” le dije yo;
“…¿qué problema hace que tu sonrisa desaparezca y tus lágrimas fluyan de esa manera? Ahora entiendes el sino de todos y cada uno de los humanos. Ahora entiendes porqué te creé y porqué debo ahora destruirte. La función para la que te di la vida no puedes ya desempeñar”.