Una noche nos llevó en canoa por el río. Nunca había visto (ni volví a ver) la ciudad tan hermosa, no sólo por el paisaje en sí, hubo algo que me pareció de una belleza poética: nadie nos veía, nadie sabía que había tres recordando cuando eran indios, subidos sobre una pequeña embarcación y navegando aquel río que llevaba siglos sin ser surcado. Nadie en toda la urbe sería capaz de imaginarlo. Momento eterno.
Algo más tarde, en mitad del paseo, nos desveló su secreto, no sólo sería aquello, él conocía un lugar, una isla escondida entre aquellas aguas de corrientes internas, de una calma tan aparente que en más de una ocasión a mí misma me había llegado a desesperar.
—Podéis montar en el columpio, meceos en la hamaca o dormir en la pequeña chabola —dijo tan natural— estáis en vuestra isla.
Nosotras nos miramos como dos niñas pequeñas cuando le dan permiso para comenzar a comer del pastel con las manos.
Sé que aquella noche tuvo varias horas menos de lo habitual. Lo sé porque el sol nos encontró desprevenidos, con las caras, los brazos y los pechos pintados. Vacíos de deseos al aire y saciados de tantas gracias dadas.
La gente de ciudad que a esas horas de la mañana llevaba perros y paseaba maletines, corría a todas partes y la imagen de los radios de las bicicletas girando nos hacían darnos cuenta de la vuelta al mundo material. Por otro lado, nuestro afanado trabajo en aquel momento limpiándonos el barro de pies y manos en la fuente de la plaza esbozaba un poema.
Un café del día anterior hizo de desayuno y el ensoñar de aquella mañana me pareció una continuación de lo que había sucedido.