Y el Señor le dijo: vas a contemplar desde lejos la tierra, pero no entrarás en ella.
Deuteronomio 32: 52.
El hombre gritó algo que no entendieron, y luego disparó al aire. Al instante sus compañeros soltaron a los perros, y todos los fugitivos se echaron a correr, despavoridos, perdiéndose entre la maleza, ocultándose en los agujeros que horas atrás habían cavado para protegerse del sol de mediodía. Pero ahora ya había anochecido y estaban cansados. Los cazadores se relajaron; sabían que hallarlos era cuestión de tiempo.
Un mes antes, dieciséis hombres y once mujeres se habían encontrado en Ojinaga sin conocerse; unos esperaban el tren; otros se encomendaban a Dios y a la Virgen antes de cruzar el Río Grande. A veces se escondían todos juntos en una misma habitación, hacinados, comiendo y durmiendo y llorando en el mismo espacio reducido y fétido, como días o meses atrás en sus patrias; ahora, solo la esperanza de cambiar de vida los alentaba; su salvador sería el tren o las aguas del río.
Era la hora en la que se rasga la noche; la luna estaba alta. El hombre caminó lentamente, con el arma en la mano, rastreando al enemigo, sintiéndolo, acechándolo; no hizo falta deambular mucho; el fugitivo respiraba con pesadez; el cazador podía olfatear su miedo. Con los ojos apretados, la presa oraba en silencio; pedía por su familia, por sus sueños, por él mismo. Sólo alcanzó a oír al hombre halar el gatillo. Con paciencia, el cazador le quitó el rosario que llevaba en el cuello; tenía derecho a reclamar los despojos.
Sin prisas, casi con un letargo acostumbrado, el tren empezó a silbar. Recorrió algunos metros en paz; luego una multitud de hombres y mujeres emergieron de la maleza y corrieron, esforzándose por llegar a los vagones vacíos. Cinco lograron subirse al tren. Dos más, vencidos por el cansancio, cayeron fulminados entre los rieles. Uno más siguió corriendo, casi por inercia, intentando llegar; sus compañeros le gritaban, animándolo. Lo vieron caer de rodillas en medio de las vías. Lloraba.
El perro dejó de ladrar. Le señaló a su amo el lugar exacto y retrocedió; este se puso de pie a la orilla del agujero sin ver hacia abajo. Dos mujeres, hombro a hombro, lloraban en silencio. Les ordenó salir, pero ellas no entendieron. El hombre comenzó a gritar; perdió el control y sacó a las mujeres por los cabellos. El eco del disparo voló solitario en el desierto impávido. El cazador se hizo a un lado para que los cuerpos muertos no le mancharan los zapatos.
Rayaba el alba cuando llegaron a la orilla del río. El agua estaba helada, pero esa era la mejor ocasión para intentar cruzar. Las rondas no empezaban hasta muy entrada la mañana. Uno de los hombres, buen nadador, llegó hasta la otra orilla. Se ató la soga a la cintura y facilitó el trabajo de los demás. Todos los hombres pasaron; decidieron dejar a las mujeres al último para hacer peso y permitirles cruzar sin mucho esfuerzo. Una a una empezó a aventurarse en la corriente del Río Grande. Los hombres les gritaban que pasaran más rápido; la guardia fronteriza, la migra, podía aparecer en cualquier momento. Quedaron dos al final, las más débiles. Alguien propuso halar la cuerda para apresurar el cruce. Lo hicieron; a la mitad del río, la cuerda se rompió. Las mujeres no tuvieron tiempo de gritar. La maldición del Rio Bravo (porque ahora estaban del otro lado) se había cumplido. En sus aguas, flotaban dos sueños muertos.
Amanecía débilmente, y la niebla cubría la inmensidad del desierto. El cazador sonrió satisfecho, un hombre y dos mujeres ya no iban a deshonrar el árido suelo patrio. Pero faltaban algunos más por eliminar. Las órdenes eran estrictas: apresarlos y conducirlos a la cárcel más cercana para ser interrogados y deportados, pero los agentes sabían que esos inútiles volverían a intentarlo una y otra vez, sin importar los obstáculos. Lo mejor era, sin duda, cortar el mal desde la raíz; además era un buen deporte.
Algo se movió entre la maleza. Los perros ladraron. El juego comenzaba.