La tarde crujía de calor sobre San Roque, los viejos se refugiaban bajo el endeble porche de la Venta Pacheco. El vino seco que se bebe en Cádiz entorpece el habla, suelta la risa y acompaña el estallido de las fichas en la mesa de dominó.
Caló, chirrido de insectos que se fríen en el pasto seco.
–Aquí un café, ¿y tú?
–Una cerveza
–No tenías que beberte ná Juan…
–Tú estate pendiente de lo tuyo y a mí me dejas…
Más allá de la baranda de celosía de ladrillo llega un bufido que se va haciendo agudo y ensordecedor, como un enjambre de abejas mecánicas que se convierte en la única y molesta realidad. Una Yamaha Jog a escape libre, un cani.
La moto queda parada frente a la venta. Sin dejar de acelerar a ratos, pie en tierra, mira aún desafiante desde la visera doblada de su gorra turquesa. Los hombros escuálidos, oro al cuello, anillos, Marlboro, Nike.
–BRBBBRRRBRBRBRRRRRBR!
–Y la motito!!, se queja alguien desde las sombras la venta.
Juan se levanta lentamente, le busca a él. Tiene la piel curtida y refrita, oscura como la corteza de un olivo. Tras las profundas arrugas de su cara hay una boca despoblada y unos ojos raros, azules. Sale del porche a la luz con las manos en la espalda y espera un momento, muy tranquilo, a que pase la furgoneta del panadero para cruzar en frente hacia la moto.
El chico medio se incorpora, todo el cuerpo girado. Abre los brazos, quejándose aún sin sacar las manos de los bolsillos. Algo le está porfiando al viejo mientras cruza la calle. Cuando lo tiene a su altura se toca la visera de la gorra y muestra al viejo el reloj para acabar señalándole en el pecho mientras alza, desafiante, la voz y la barbilla.
En sólo un segundo. El sobrino calla, se ha dado cuenta de algo. Esto ya ha pasado antes no hace mucho. El viejo se mueve rápido a la derecha con un paso corto. La mano izquierda sale de la espalda y flexiona las rodillas. Surge de la manga corta de la camisa un brazo nudoso y escamado como un sarmiento y una mano, todo dedos recios se recorta en la blancura de la pared encalada muy por encima de su cabeza.
Como un viejo maestro de un arte marcial olvidado gira el tronco, describe un arco perfecto y la mano impacta íntegramente en la cara del cani que apenas se había movido.
No sobró mano ni faltó cara. Todos lo vieron y se merecía. No cabe réplica sino vergüenza. Se ha producido «La Guantá Quirós» un espectáculo raro, una tradición inmemorial. Algunos se levantan de sus mesas emocionados, aplauden, se abrazan mientras el viejo completa aún el giro con la mirada pérdida en el infinito y vuelan sanguinolentos hacia los geranios un colmillo, una paleta y la patilla de unas gafas Arnette.
De vuelta a la sombra del bar:
–¿Qué tomabas entonces, Juan?.
–Ponme una cerveza
–Esta te la pago yo.