La luz siempre se empobrecía a esa hora. No tenía recuerdo desde cuando ocurría, pero el hecho de que sucediera todas las tardes implicaba que, de algún modo, llevaba tiempo pasando. Si tuviera ese momento de respiro que se asocia con la fiebre consumista, le resultaría muy interesante investigarlo. Pero no tenía ni un segundo que perder, porque el reloj corría y…
–Te has vuelto a dejar un acento –la voz parecía provenir de su espalda. Su timbre molesto e irritante le era demasiado conocido como para volver la cabeza.
–Déjame en paz –su respuesta seca fue recibida con un chiflido casi encima de su hombro.
–Vaya, no me digas que volví a confundir los botes del azúcar y la sal –unos ligeros estertores sucedieron mientras espetaba las sílabas. No había duda de que estaba riéndose, o lo intentaba–. No pensaba que conservaras el gusto, con ese té tan horrible que tomas.
Sus pulmones aspiraron la cantidad de aire necesaria para emplear todas las palabras con las que iba a maldecir a su estirpe y toda su raza, los labios se embellecieron formando la primera silaba de una blasfemia pavorosa, su cuello fue soltando los resortes que liberaban los muelles de la cabeza desde la cerviz hasta la garganta, pero sus ojos se detuvieron sobre la fina vara de avellano que había surgido a la altura de su oreja y se dirigía implacable hacía el texto.
–Ahí. Las esdrújulas también se acentúan –las pupilas se dilataron mientras el cerebro comprendía el error cometido.
Puso rápidamente la tilde y una oleada de satisfacción aniquiló momentáneamente el estrés acumulado. Su hombro no percibió la falta del peso que había saltado hasta la mesa, ni su oído notó el revuelo de papeles al esconderse debajo. Sin embargo, siendo el sentido editorial fuerte en su familia, la caída de varios originales al suelo la afectó como una ofensa. Y los atrapó al vuelo antes de que acariciasen la madera carcomida.
–Te tengo dicho que no revuelvas en los originales de Juanlu o de otra autora… –el caudal de su voz fue reduciéndose hasta quedar convertido en un riachuelo otoñal. Se apartó varios cabellos de la cara, deseando que todo fuera un sueño o, mejor dicho, una pesadilla. La bandeja de textos corregidos de los colaboradores estaba volcada. Algún escrito de Pedro o Carolina se resistían a abandonar su sitio, pero todos los demás parecían haber sido presas de un torbellino. Y en medio de todo el revuelo, le vio.
Pero lo que estiró todos sus nervios hasta enmudecerla no fue su súbita desaparición detrás del diccionario de paradojas, sino lo que había dejado a su paso. Sus tres dedos palmeados, terminados en diminutas garras, se marcaban profusamente en un negro índigo que empapaba el papel en el que reposaban; contraída en una mezcla de helado pavor y fatalidad cierta, su mirada fue retrocediendo por cada una de las huellas que el diablillo había dejado en su huida. Cada ilustración de Raquel por la que pasaba, la arrancaba un sollozo; cada texto de Pilar o de Tomás, un trozo de alma.
Las huellas mostraban un recorrido por todo el material que iba a ver la luz al día siguiente. Sin embargo, la lentitud con la que la mancha permeaba inexorable la celulosa había provocado una alarma que su conciencia, preocupada por su cordura, le ocultó desde el primer momento. Hasta que sus ojos cayeron sobre el enorme océano que se extendía de un lado a otro de su escritorio; y sobre el tintero Parkinson, que alimentaba la pluma de ganso con la que ennegrecía las palabras y ahora semejaba una fuente de lodo negro índigo que brotaba perezosamente.
–¡Maldito printer´s devil! –su voz alcanzó la cota de la bestialidad– Voy a reducirte a… –un resplandor procedente del fondo de la habitación la sorprendió por detrás. Solamente las bombillas de bajo consumo del despacho del procer despedían ese fulgor. Pero, ¿cómo demonios sabia ella eso?
–¡Nooo! –aulló entre lágrimas– Bill, por favor, déjame un poco más. Lo corregiré y publicaremos a tiempo –sus hombros se desplomaron–. No ha sido culpa mía.
–¿De qué hablas? –preguntó burlón el duendecillo– Yo sólo estoy en tu imaginación.
El reloj comenzó su eterna canción.
Cuando ella despertó, Bill seguía dormido.
La ilustración que acompaña a este artículo es de Raquel G. Ibáñez.