Duerme

El niño estaba sólo entre el grupo de refugiados, era el único que sostenía nuestra mirada, los demás aguantaban estoicamente mientras les apuntábamos desde el pelotón de fusilamiento. De pronto, se adelantó un solo paso para recoger del suelo un muñeco ajado que estaba entre los escombros. Con un suave gesto, casi una caricia, cerró los ojos del juguete mientras clavaba en mí su mirada. Mantenía esa expresión impasible cuando, ya en el suelo tras la descarga, cerré sus ojos y le arrebaté de sus manos el muñeco.

Cada noche, cuando el recuerdo muerde mis entrañas, tengo la misma pesadilla. Desde lejos me llega un rugido terrorífico, una jauría de perros salvajes ladran desesperados en mi sótano. Justo cuando los ladridos resultan más ensordecedores me despierto bañado en sudor y lágrimas. Como una penitencia, a diario.

Hace días que descubrí qué tengo que hacer para dormirme. Me levanto de la cama y voy hasta el arcón, recupero el viejo muñeco que me mira desde dentro con sus cuencas vidriosas invariablemente abiertas y las cierro como vi hacer a aquel niño. No importa que cada noche cierre sus ojos, él siempre vela mis pesadillas.

Sé que no me queda mucho tiempo, los últimos días me he despertado de mis pesadillas atenazado y rígido, como si unas cuerdas invisibles me ataran a la cama. Ayer, antes de que me liberase, pude ver como el arcón se abría levemente y asomaba la cabeza hendida y manchada del muñeco. No me queda mucho, no, más pronto que tarde será él y no yo el que cierre mis ojos con sus pequeñas manitas. Y esa vez, será para siempre.

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