Descampado

descampado-dentro
Ilustración de Ube Efe

Hacía apenas tres años en las afueras del pueblo había sólo un descampado. Un descampado cochambroso en el que la tierra se removía para esconder basura, trapos sucios, chatarra.

Quizás algún cadáver.

Tiempo después, en las afueras del pueblo se levantaba un edificio, una caja de zapatos gris que en los días lluviosos se hacía difícil saber dónde empezaba y dónde terminaba. El edificio era un supermercado con hilo musical y puertas que se abrían solas cuando los clientes se disponían a entrar. Un supermercado donde la comida se apilaba en pirámides perfectas, donde el frío del pasillo de ultracongelados duraba lo justo para no molestar y terminaba al llegar junto al horno de pan precocinado que olía a brioche y daba la sensación de que las grasas hidrogenadas eran sanas y no se acumulaban en la aorta de nadie. Un supermercado donde los colores chillones, los colores pastel y las fotos de familias con dientes blancos, jerséis blancos y pieles blancas, invitaban a consumir con la alegría liviana de quienes años atrás escondían sus trapos sucios bajo ese mismo suelo alicatado.

Como cada miércoles, las puertas del supermercado se abrían para dejar paso al doctor Pascual Martínez, pediatra jubilado, de pelo cano y abundante en cabeza, bigote y orejas, que llegaba del brazo de su señora, alta por el cardado, rubia ceniza por el tinte y bronceada por un maquillaje quizás dos tonos por encima de la elegancia. Llevaban de la mano a su nieto, un niño encamisado que parecía un hombre bajito y se movía lento y siempre escuchaba.

Llegaban a las seis en punto y compraban sin hablar entre ellos y siempre en el mismo orden. De izquierda a derecha dibujaban un zigzag que empezaba en el pasillo de los productos de limpieza y terminaba en el de los lácteos.

Pero ese miércoles algo ocurrió en la carnicería.

El doctor Pascual Martínez del brazo de su esposa, de la mano de su nieto, se dio cuenta mientras esperaba su turno, con la mirada paciente de quien respeta el trabajo ajeno, de que en el mostrador de la carne el pequeño corazón de cordero que reposaba junto a hígados, sesos, muslos y contramuslos no era un corazón de cordero.

Tardó en fijarse porque la casquería le despistaba, le recordaba que la vida no era más que una amalgama de sangre, vísceras y pensamientos. Pero al mirarlo con atención se dio cuenta de que era un corazón de bebé y lo dijo en alto, con la voz cavernosa de quien apenas la usa. Que era un corazón de bebé, pero no de oveja o de vaca, de bebé humano.

A la carnicera le cayó el cuchillo y casi se rebana los dedos. La señora que esperaba su pedido al tiempo que mendigaba unos huesos para enriquecer el caldo se puso lívida. Y las tres personas que esperaban su turno se dispersaron.

Al otro lado del supermercado a la cajera, cuyo esmalte de uñas estaba desconchado por el tecleo continuo de la registradora a pesar de que ella insistiera en cuidarlas y pintarlas cada día, le empezaron a temblar las manos.

A temblarle mucho.

Y la reponedora se metió en el almacén y se sentó en un palé para coger aire.

En la sección de carnicería se armó un revuelo alrededor de Pascual Martínez, su esposa, su nieto y el mostrador. El resto de clientes se acercó, los habitantes del pueblo que estaban en el pueblo haciendo cosas que hacían cada miércoles en el pueblo, se acercaron. Incluso se acercó gente de otro pueblo que también tenía cosas que hacer.

Y la policía local.

Tal fue el revuelo que cuando los agentes de uniforme deslucido por la falta de presupuesto pidieron orden y la gente se calmó, parecía que alguien había tocado la carne del mostrador. Y no era la carnicera, que yacía desmayada entre los huevos de la pollería. Tampoco el charcutero, que pasaba su jornada laboral como él aseguraba ‘afinando’ el cuchillo o, como aseguraban sus compañeros, fumando en la trastienda.

Cuando las voces se silenciaron, los cotillas se aburrieron y el mostrador estuvo de nuevo a la vista de todos, el corazón pequeño que quedaba expuesto era, según los agentes, los clientes, los espectadores y el propio doctor Pascual Martínez, un corazón de cordero. El pediatra jubilado se defendió argumentando que alguien lo había cambiado por el de bebé, que las vísceras estaban movidas, que el hígado de vaca estaba de espaldas.

La investigación duró tres días. No se encontró nada.

Algunos dijeron que el doctor Pascual Martínez ya empezaba a chochear. Otros inventaron una historia de brujería que muchos años después pasaría a formar parte de las leyendas populares. Los menos ni siquiera se pronunciaron.

Y a la cajera, cuyas uñas seguían desconchadas y quizás algo negras por algo parecido a la sangre, pero que no lo era, le siguieron temblando las manos.

Le temblaron durante días. Hasta que tres miércoles más tarde el doctor Pascual Martínez no fue al supermercado para hacer la compra. Tampoco su esposa. Esa madrugada falleció entre estertores mientras recitaba, por octava vez, el listado de afecciones respiratorias agudas más comunes en niños. Al día siguiente, un inspector de sanidad cerró el supermercado, la prevención es importante. Cinco años después fallecería la esposa del doctor, quizás por aburrimiento.

La cajera puso una peluquería y la carnicera empezó a estudiar a distancia. De la reponedora nadie supo nunca nada. Un presunto corazón de bebé humano fue suficiente para acabar con un negocio erigido sobre un descampado de arena fina, gravilla, secretos y cochambre.

Tiempo después, el edificio se convirtió en tres cajas de zapatos del mismo color gris, nuboso y gélido.

Y el supermercado pasó a ser un centro comercial con hilo musical, puertas que se abrían solas, carteles de familias con dientes blancos, jerséis blancos y pieles blancas, y donde las tiendas de ropa, decoración y puericultura convivían con un hipermercado donde la comida se apilaba en pirámides perfectas y el horno de pan precocinado olía a brioche y daba la sensación de que las grasas hidrogenadas eran sanas y no se acumulaban en la aorta de nadie. Donde la carne se vendía ya cortada, rosa, limpia y en bandejas plastificadas y herméticas.

Un hipermercado donde la casquería también se exponía en bandejas plastificadas y a nadie le recordaba ya que la vida no era más que una amalgama de sangre, vísceras y pensamientos, a pesar de que todos seguían pisando el mismo suelo alicatado.

bluebird Comunicación
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