Demasiado viejo

demasiado viejo

De verdad no me reconoces?

Pues… Me suenas… mentira, no tenía la menor idea pero si quieres que te diga la verdad… No.

Bueno… Ya ha pasado algún tiempo…

La chica, bastante mona, me miró sonriendo, movió su cabeza echándose el pelo a un lado y volvió a darle un sorbo a su gintónic.

Sus ojos zalameros, su sonrisa pícara, y ese lenguaje no verbal, me hicieron pensar que la noche, de manera sorpresiva, me volvía a regalar una aventura.

La miré de arriba a abajo bendiciendo a una suerte infinita que parece no abandonarme nunca a la hora de socializar…

Venga, va! Te voy a dar una pista. Hará unos 10 ó 11 años, quizá más. Tú trabajabas de técnico de sonido… Venga! Ya te tiene que sobrar para acordarte. Vale que yo era una cría, pero vamos…

Dio un paso para atrás, se pasó las dos manos por el cuerpo dibujando su contorno y estirando la espalda para resaltar sus pechos me dijo “tanto he cambiado?”.

Un fogonazo del pasado me trajo a la memoria la identidad de la chica. No recordaba su nombre, pero ya la había localizado. Y sí, la verdad, había cambiado, y mucho. Para mejor. Para mucho mejor.

—Hostias, sí! Tú eras la chica del cátering. Sí, sí, eras la prima de Fátima.

Se rió.

Aún lo sigo siendo.

Sus gintónics y mis vodkas nos soltaron. Bueno y los chupitos de Jagger, y los de tequila.

Decidimos ir a su casa. Cerca del sitio en el que estábamos. Íbamos borrachos. Yo no podía coger el coche.

No recuerdo esa noche como una noche que pasara a la historia. Hace ya mucho que quizá lo único memorable que dejo en esas noches es la decepción.

Al levantarnos ambos teníamos mal aspecto. La resaca y la desorientación no consiguieron disimular que a ninguno nos apetecía seguir allí juntos. No hubo revancha sexual. Estaba claro que lo mejor era arreglarme un poco e irme.

Quieres un café? Voy a preparar uno que tengo que marcharme.

—Vale, un cafecito me tomo. Yo también tengo que moverme. Las gatas tienen que estar hambrientas.

—Es verdad! Qué tenías gatas!

—No… Pero esas gatas ya no… Murieron como siempre que digo eso, un zarpazo me desgarró el alma—. Ahora tengo otras.

Oye, y de Sandra, qué sabes? Sigues teniendo contacto con ella? Se fue a vivir a Brasil, o algo así, no? Le perdí la pista.

—Bueno, la verdad es que yo también la tengo un poco perdida. Lo poco que sé de ella es por Facebook. Aunque no es muy feisbuquera. Apenas sube cosas. Sé que sigue en Brasil. Vive en Búzios, en plan hippie. Tiene 2 niños, pero poco más…

Ah, tiene niños? Qué guay, no? Al final consiguió quedarse embarazada? No podía, no? Recuerdo que un día al acabar la función se puso a sangrar y tuvo un aborto o algo así, no? Joder! Aquel momento lo recuerdo perfectamente. La tensión de todos… Son de esas cosas que se te quedan grabadas… Pobre. Me alegro un montón por ella.

—Los niños son adoptados. Muy ricos, un niño mulato y una niña oriental.

Me tomé el café. Estaba aguado, agrio, asqueroso.

La mañana era fría. Muy poca gente por la calle. Llegué al coche, a casa y allí empecé a recordar.

Qué puta mierda recordar. Qué feo todo aquello.

Sandra y yo éramos dos jóvenes que recién habíamos estrenado la treintena.

Ella era una preciosa bailarina y yo trabajaba de técnico de sonido.

Nos conocimos durante una gira que su compañía hizo por España y que contrató a la empresa de sonido en la que yo trabajaba.

Eran años muy divertidos. Estar dando vueltas por media España, en hoteles de cuatro y cinco estrellas… Muchas fiestas, muchas noches largas… Me sentía como si estuviese de gira con los Stones.

Recuerdo que en una de esas noches, en Benidorm, en uno de esos rascacielos, Sandra y yo nos liamos.

Al estar de gira y en ese ambiente, donde todos éramos amigos, jóvenes, despreocupados, pronto nos convertimos en la comidilla. Ella era la chica cañón, la más deseada, y yo el chico con suerte que a todos les hacía preguntarse “y este? qué cabrón… qué le habrá visto? qué tendrá?”.

Al terminar la gira en España, ella y todo el elenco de artistas se fueron de gira a Sudamérica. Estuvieron en Brasil, Chile y Argentina. Pero los técnicos nos quedamos en casa.

Recuerdo que pese a comunicarnos por mail y muchas horas de chat, yo estaba todo el día jodido. Muy celoso.

Si estando yo… Aquellas noches siempre acababan en la habitación de alguien del grupo, digamos que con mucha fiesta… Sin estar yo, qué harían? Jugar al parchís?

Cuando volvió y nos vimos, tuve la certeza que nunca había querido a nadie tanto, para mí era “mi chica.” Al parecer ella también tenía muchas ganas de volver a verme, de estar conmigo.

Nos fuimos a vivir juntos, con las gatitas, a un piso céntrico, cerca de la Plaza Mayor.

Ella iba y venía de giras, alternaba ese trabajo con otros, como anuncios publicitarios en televisión, videoclips o montando coreografías para cantantes y grupos. Conocí a un montón de artistas y gente importante.

Sandra me llenaba de orgullo, lo era todo para mí. Me tenía absolutamente fascinado. Su belleza, su fuerza, su alegría, su éxito…

Sin duda, aquellos fueron años llenos de amor. De un amor de los de verdad.

Nuestra relación creció, y creció tanto, que estuvimos preparando un hueco en su ajetreada agenda para tener un hijo. Un hijo!

demasiado viejo

Nos apetecía, queríamos tener un hijo y aquello me llenaba de expectación, de temor, de responsabilidad, pero sobre todo aquello me llenaba de amor.

Pasaron los primeros meses y no se quedaba embarazada.

Los amigos y las amigas nos decían cosas como que una bailarina, pasados los 30, lo tiene más difícil. Que yo, por haberme drogado y haber llevado una vida tan golfa, tendría los espermatozoides vagos e incluso que me podría haber quedado estéril.

Y mientras, la vida, tan maja como siempre, nos regalaba embarazos por todos lados.

Mi primo, su hermano, su amiga, mi compañero de trabajo, su otra amiga, el vecino… Puta vida!

Las primeras pruebas me las hice yo. Por qué era más barato y porque, en principio, era más fácil que debido a mi pasado yo no estuviera bien del todo.

Nada. Yo estaba bien. Tenía los espermatozoides un poco vagos, pero nada que con un poco de vida más sana y una buena dieta no se pudiera corregir.

Entonces llegaron las pruebas a Sandra.

Una prueba de contraste salió mal y ahí descubrieron que había una pequeña lesión en una de las trompas.

Tuvimos que recurrir a una clínica de fertilización.

El trato fue exquisito. Nos hablaron de que había dos maneras.

Inseminación artificial y fecundación in vitro.

Dado que la lesión de Sandra no era muy grave, nos aconsejaron empezar a intentarlo con la inseminación. Era mucho más barata y menos agresiva.

Me chocó que el médico, un chico de no más de 40 años, educado, limpio, majete, no nos hablaba nunca de dinero. Él “sólo” era el médico. El tema económico ya nos lo dirían después, en la planta baja. Una enfermera nos acompañaría para hablarnos “de ese tema” y las posibles formas de pago.

Aun siendo “mucho más barato”, era un gasto grande, rondaba los 3.000 euros. Pero, como siempre en este tipo de ocasiones, no te dicen la verdad del todo. Puesto que aquel precio era lo que la clínica nos iba a cobrar por 2 intentos, pero no nos hablaron de que la medicación iba aparte.

Unas pastillas para fortalecerme a mí, unas para ella, un termómetro de ovulación y unas inyecciones que costaban más de 1.200 euros  y que había que comprar dos veces por intento.

Uno no se hace la idea de entrar en una farmacia y salir habiendo pagado 1.700 euros…

El dinero, importante, no era determinante. Lo importante éramos nosotros y nuestro fuerte deseo de querer ser papás.

Al principio se nos hizo raro, al menos a mí. Primero querían ver la evolución de la calidad de mi esperma. Por supuesto tuve que dejar los porros y la coca.

Aprendí que para un espermatograma era mucho peor ser fumador de porros que consumidor de coca. Al parecer la coca mata una cantidad grande de esperma, pero los porros no, los porros los atontan. Era mucho mejor saber cuántos millones de espermatozoides estaban muertos, porque eran visibles, a tener muchos en el análisis pero inútiles. Difícilmente sabían cuantos de esos espermatozoides estaban “fumaos”.

Me propusieron que para hacerme el espermatograma me pasara por allí, mejor por la mañana y al poder ser habiéndome tomado un par de cafés. Parece ser que estimula la movilidad de los espermatozoides.

Me hablaron de que tenían un cuarto al efecto.

Qué sórdido! Un cuarto con una silla, una tele en lo alto con porno barato todo el rato y revistas en una mesita.

Pregunté si tenía alguna otra opción, y me hablaron de que, de hacerlo en casa, tenía que tener mucho cuidado de no “contaminarlo” con nada. Eso venía a ser que nada de sexo oral y todo muy limpito. Y que debería llevarlo antes de media hora manteniéndolo a temperatura ambiente. Todo era un poco “curioso”, pero para mí era mil veces mejor.

Así que allí estaba yo, recién levantado, con dos cafés masturbándome de la manera más aséptica que uno se puede imaginar. Aquellos orgasmos poco tenían que ver con el amor que Sandra y yo nos teníamos.

Cuando nos dijeron que la calidad de mí semen era óptima, empezamos el tratamiento con ella.

Las inyecciones eran ciclos de tres semanas.

Todo lo queríamos hacer con amor. Cualquier paso lo hacíamos juntos. La toma de pastillas y sobre todo las inyecciones se convirtieron en extrañas formas de amar.

Pero los horarios, las ausencias por la giras, mi trabajo casi siempre de noche… Era muy difícil hacer coincidir todo con algo que requiere una regularidad tan exacta como un tratamiento de este tipo.

Recuerdo un día en el que Sandra estaba desnuda y vi su tripa amoratada. Las putas inyecciones. Pero ninguno hablaba de ello, no queríamos «ensuciar» más aquel proceso.

A pesar de estar en tratamiento, el hecho de tenerlo de manera natural seguía siendo una opción más.

Pero, claro, todo aquello estaba sujeto a días determinados, a horas con más probabilidades…

Todo se empieza a embarrar…

Allí fue cuando empezaron los silencios…  

La clínica nos facilitaba unas sesiones de psicólogos en las que nos decían que no nos obsesionáramos, que eso no ayudaba, pero por otra parte los médicos nos decían que no podíamos dejar pasar las oportunidades, que el tiempo iba en nuestra contra…

Uno cree que algo está fallando, pero no se atreve a decírselo al otro. Yo tenía ganas de hacer muchas preguntas a los médicos, pero me sentía cohibido, no quería parecer “el que ponía trabas” al cada vez más sucio proceso.

Llegar a casa y encontrarte a tu chica haciendo la cena y que de repente, se meta en el cuarto de baño y tú entres si querer y te la encuentres jeringa en mano pinchándose en una tripa que era un hematoma entero… Eso era algo bastante alejado de lo que yo pensaba cuando tomamos la decisión llena de ilusión de tener un hijo.

Y la vida sigue a un ritmo, y te das cuenta de que tú no consigues rodar a la misma velocidad.

Y lo que eran embarazos en los allegados, se convierten en niños preciosos…

Percibía que Sandra se sentía cómo un «bicho raro». Que tenía un complejo de culpa tremendo. Yo no sabía muy bien cómo actuar. Todo era tan frágil que cualquier palabra, cualquier gesto se quedaba corto o se pasaba.

Todo era susceptible de provocar un malentendido y con ello una recaída en esos disgustos en silencio, en esos soliloquios maldiciendo esos malos ratos que contaminaban cualquier atisbo de normalidad.

La palabra injusticia se revelaba como una compañera del día a día a la que ni siquiera podías apuntar.

Estar siempre alerta para que nadie metiera la pata. Todo era una fatiga y un desgaste difícil de explicar. Esas miradas inquisitivas, llenas de prohibiciones, a quienes con sus mejores intenciones querían preguntar o comentar algo. Era agotador.

Sin querer te alejas de alguna gente y empiezas a cuidar a donde ir y con quién.

Tras dos intentos y mucha pasta, nos dijeron que deberíamos pasar a la fecundación in vitro.

Nada cambió, todo siguió igual.

Los silencios crecían al mismo ritmo que los bebés de nuestro entorno…

Más pajas con hora y café, más inyecciones, más dinero.

Crece la desconfianza en la pareja… apenas se discutían las cosas.

Pasara lo que pasara, todo estaba bajo la inmensa nube negra del “bueno, tranquilicémonos, estamos pasando un momento difícil”.

Y otra vez los silencios, las miradas disimuladas, el cansancio…

Ahora sé que el amor se fue marchitando con cada una de esas putas inyecciones, con cada una de las preguntas de familiares de “qué tal? ya os habéis quedados embarazados?”.

El dolor puede estar escondido en un chupete, en unos patucos o en tu puta madre diciendo que ha ido a no sé qué santo a rezarle.

Los médicos te hacen tener fe, te hablan del altísimo porcentaje de éxito, de que incluso con este tipo de tratamientos se suelen tener embarazos múltiples…

Tras 6 meses de tratamiento, mil inyecciones, muchísima pasta, al segundo intento, había un óvulo fecundado.

“Enhorabuena, chicos. Eso de ahí (apuntando a una mancha imposible de distinguir en un monitor) es el embrión. Sandra, ahora toca un poco de reposo. Las primeras semanas son muy importantes. Bailar y dar brincos no es lo más recomendable. Sandra, oficialmente estás embarazada”.

Aquella vuelta a casa en mi Ford Fiesta de entonces, tuvo más de meta conseguida que de alegría. No fue fría, pero tampoco fue lo cálida que uno cree que va a ser tras el conocimiento de una noticia así.

Se lo dijimos a muy pocas personas. Evidentemente hubo una exaltación de alegría.

Pero a decir verdad, al menos yo, no tenía la sensación de que iba a ser padre. No compartía esa alegría… me costaba. Me sentía como quien ha llegado a la cima y en la claridad de la altura ve que quizá no era para tanto.

Qué confusión!

La obsesión del logro se llevó las energías del amor al hecho.

Creo que a Sandra le pasaba algo parecido.

Seguimos las pautas y todo parecía ir bien. Sandra dejó de bailar. Ahora apenas actuaba, y cuando lo hacía era  casi sin mover el cuerpo. Una presencia estática.

Yo iba a buscarla a todos los lados. Casi la trataba como a una incapacitada.

Esa mancha del monitor, que supuestamente era nuestro hijo, decía el médico que había crecido.

Pero una noche, en el teatro, estando entre bastidores, Sandra volvió blanca del escenario. Había visto una gota de sangre cayendo de entre sus piernas.

Se produjo un silencio brutal, allí todos sabían que pasaba, aunque nadie lo hablaba. Nadie se miraba a los ojos.

Nos dijeron que había tenido un embarazo ectópico, que el embrión había crecido fuera del útero. Que había que intervenir para que no siguiera creciendo en la trompa, puesto que se podía dañar para siempre.

Fue demoledor.

Intentaron convencernos de que una vez que se queda embarazada es más fácil que vuelva a quedarse.

Que en un par de meses deberíamos volver a intentarlo. Que las posibilidades eran muchos mayores.

Fueron semanas de amor en el dolor…

Ya no teníamos fuerzas, ni dinero, ni ilusión. Pero ninguno quería decirle al otro que ya no… Ninguno quería hacerse responsable de dejar al otro con la imposibilidad de ser papás…

Pero aquello era ya indisimulable. La distancia entre nosotros era ya irreparable.

Una tarde, al llegar a casa, me encontré a Sandra llorando. La conversación de honesta pasó a ser descarnada.

Cada palabra era una flecha envenenada tensada en un arco que al disparar, mataba.

Tío, no sé si quiero seguir con todo esto. Estoy agotada. Creo que mi cuerpo ya no puede más.

No sé, tú verás. Yo estoy muy confundido. Creo que deberíamos descansar un poco y ver después qué pasa.

—Me has demostrado un amor infinito. Tanto que presiento que tú ya no quieres tener un hijo. Que si haces esto es porque me quieres a mí y no me quieres ver sufrir. Sabes lo importante que es para mí, sabes lo que representa.

Tú lo que quieres es que yo sea feliz. Pero no puedo dejar que esto pase. Un hijo es de los dos. Esto no es una camiseta que si no te gusta te la pones de pijama.

No tengas un hijo conmigo por mí.

No supe qué decir.

Aquello me superó. Nos dimos el primer abrazo sincero en meses.

Fue como una supernova de amor. Fue maravilloso volver a quererse un instante antes de explosionar.

No tardé en coger a las gatas e irme a intentar una nueva vida.

Pasó el tiempo y las cosas empezaron a discurrir a una velocidad semejante a los pasos que iba dando. A veces esos pasos han sido tumbos, pero a mi manera he ido tirando.

El cariño entre Sandra y yo estuvo ahí por un tiempo.

Quería alejarse y empezar de nuevo. Conoció a un chico brasileño.

Decidió marcharse y nadie más que yo lo comprendió y la ayudó.

Brasil siempre le había gustado.

El Facebook, sin quererlo, nos recordaba demasiadas cosas.

Bendita la hora en la que salió ese botón de «dejar de ver publicaciones de, pero seguir siendo amigos».

Yo me he paseado alguna que otra vez por los caminos del amor.

Pero nunca me volvió a picar «el bicho» de ser padre. Aunque muchas veces lo pensé, nunca encontré a alguien con quien las circunstancias me hicieran dar el paso.

He confundido con ello a otras chicas a las que he tenido que dejar marchar porque me sentí un obstáculo.

Y ahora sólo sé acostarme en camas de una noche, de dos.

Ahora, aunque se volvieran a dar las circunstancias, siento que ya es tarde. Que mi momento pasó.

Ahora ya estoy tan desgastado que percibo que tengo más pasado que futuro.

Ahora no podría.

Ahora… Y para esto, ya estoy viejo.

Las ilustraciones que acompañan a este relato son de Falansh de la Sierra.

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