—Sube!
El telefonillo del portal suena como el zumbido de una mosca eléctrica cuando la puerta se abre.
Como imaginaba no hay ascensor.
Los tres pisos se me van a hacer un poco largos.
La escalera de madera brilla en el centro de los peldaños, donde se ahonda y está desgastada. Cruje.
Oigo cómo unas plantas más arriba se abre un cerrojo, da dos vueltas y el chirrido de una puerta deja paso a su voz.
—Te dejo abierta, tengo la cocina funcionando.
Me hace gracia su acento francés y su vocabulario.
Al entrar lo primero que me encuentro es un tenderete con ropa secándose.
Calcetines, camisetas, bragas.
—Pasa! Estoy aquí!
Recorro un pasillo y a la mitad aparece de manera casi cómica, asomándose por una puerta de cintura para arriba Cécile, con una sonrisa perfecta.
—Pasa al fondo, no mires, quiero que sea sorpresa.
—He traído vino. Toma, ábrelo para que se oxigene.
Cécile mira la botella, la mira detalladamente, como si fuera una experta en vinos.
Asiente con la cabeza dándome “el visto bueno” con un guiño.
Lleva unos calzoncillos bóxer de chico. Una camiseta de tirantes que deja ver un tatuaje. Parecen unas flores.
—Vete allí. No mires. Al salón.
Termino de recorrer el pasillo fijándome en los cuadros que lo decoran.
Carteles de películas de cine como ‘Tiburón’ o ’Trainsporting’.
A lo que Cécile llama salón, es un cuarto de apenas 5 ó 6 metros cuadrados.
Una tele grande, que debe de ser de 40 ó 42 pulgadas, lo preside.
Hay una estantería con libros. Un sofá pequeño con una colcha como funda y una mesa de centro de Ikea donde está un Macbook con Spotify puesto.
—Voy a poner algo de música.
—No, no, espera. Almacené un list en spoti.
Cécile viene de la cocina con una botella de vino blanco y dos copas.
Cuando se agacha a dejarlas en la mesa puedo ver sus tetas casi al completo.
Noto cómo mi polla da un respingo.
Joder, amiguita, qué susceptible estás hoy…
—Espera.
Se va y trae un platito con aceitunas
—Me encantan las olivas. Las compré en el mercado de San Miguel.
—En Madrid las llamamos aceitunas,
—Aceitunas? No sabía.
—Sí, aunque todo el mundo sabe que las olivas y las aceitunas son lo mismo.
A veces, cuando estoy con Cécile, tengo la sensación de ser un profesor de español para ella.
Sus apenas 20 años me hacen sentirme un poco raro. Unas veces como un profesor, a veces como un guía, otras como un protector. Algo que transciende de la pura atracción y de la amistad a secas.
No me gusta mucho esa imagen casi paternalista que sin poder remediar me sale.
Su lista de spoti tiene música que desconozco por completo.
Rap, hip hop francés, electrónica…
Cécile abre la puerta del balcón y una luz muy clara llena por completo la estancia.
Al fondo se ve el reloj del edificio de Telefónica.
Brindamos con el vino blanco mientras me cuenta con todo detalle de dónde es y por qué ha elegido ese vino.
Habla nerviosa y sin parar.
Parece tener todo controlado.
Es todo un halago que haya invertido tanto tiempo y tanta ilusión en prepararme esta comida.
Me habla de su familia, pudiente. Tanto que le pueden costear una casita para ella sola en mitad de Malasaña, aparte de pagarle la carrera de derecho en una universidad privada.
Me cuenta cómo vivía en París, cómo le iba en los estudios o con sus antiguos novios.
Resalta varias veces la edad de sus amantes y me hace sentir muy viejo.
No porque yo sea más viejo que ellos, que lo soy, sino porque resaltándolo todo el rato deja ver claramente que ella sabe que nuestra diferencia de edad es excesiva y pretende demostrarme que no solo no le importa, es que además le atraen los “chicos” de mi edad.
El vino blanco y las aceitunas dejan paso a la comida. Una ensalada de salmón, una quiche y una carne de ternera asada que está realmente buena. Acompañada de unas patatas al vino de no sé qué y unos champiñones.
De postre se ha currado un pastel hecho con manzanas y Licor 43.
Está de puta madre. Hace mil años que una chica no se lo curra tanto para agradarme.
—Haz tú los gin tonics. No eres tú el experto?
—Joder, tía, con esta comilona apenas me puedo mover… Voy a reventar. Estaba todo de la hostia. Los gin tonics los hago yo.
Cécile trata de parecer más madura de lo que es.
Tratar de ser maduro es una prueba de inmadurez. Un error.
Expone con detalles el cómo ayuda a sus amigas, aconsejándolas sobre esos problemones de calibre descomunal tales como el miedo al sexo, las primeras rupturas amorosas, los primeros enfrentamientos familiares, el control ante las drogas, la seriedad en los estudios…
Tiene una visión clara, clarísima de lo que ha de ser su vida. Un futuro casi incontestable.
De nada me vale decirle que no, que casi nada de lo que ahora le da mucha importancia será tan importante en el futuro. Y yo no he venido aquí a decirle que los reyes son los padres.
He venido a follar.
Cuando digo follar, a mis 40 años, no es el simple ejercicio de meter y sacar la polla. Follar es la culminación de toda una experiencia.
Meterla y sacarla mola, pero cada vez me apetece menos.
Follar es ir a una casa y descubrir una nueva vida, con un nuevo salón, un nuevo baño, una nueva comida, un nuevo cuerpo, unas bragas diferentes, un ombligo distinto, el olor de una nuca, de un sudor desconocido… Y, al final, un nuevo coño en el que dejar lo más primitivo que habita en mí.
Dejo el gin tonic en la mesa y le doy un morreo.
Nuestras lenguas se juntan. Cécile cierra los ojos al besar. Yo los mantengo abiertos. Quiero ver. Quiero mirar.
Besa con excesiva efusividad. Era de esperar.
Mis manos buscan sus tetas y por momentos me siento como cuando “metía mano” a las chicas a mis 16 años.
Respira muy fuerte cuando le pellizco los pezones.
Se quita la camiseta dejando las tetas desnudas. Se sienta a horcajadas sobre mí.
Todo parece muy exagerado.
Se frota con mi polla por encima del pantalón. No recuerdo cuándo fue la última vez que una chica me hizo eso.
Me descamisa y besa mi pecho mientras mete su mano en mi bragueta.
Mi polla está a reventar.
Desabrocha mi cinturón mientras me mira muy fijamente a los ojos.
Parece una escena un tanto sobreactuada.
Saca mi polla y dice algo en francés mientras juega con ella.
Consigo quitarme los pantalones por completo. Los calcetines, los calzoncillos.
Se sitúa de rodillas entre mis piernas sin dejar de tocármela con una mano mientras con la otra hace que me recueste en el sofá.
Quiere dar la sensación de ser una chica decidida. La dejo.
La visión de cómo me da lametones me tiene muy excitado.
Se la mete en la boca. Succiona.
Su respiración, sus gestos, sus miradas…
Quiere parecer una experta.
No trates de parecer saber de lo que nadie sabe.
Esta visita no ha venido buscando una chica experta.
No quiero tu experiencia. He venido por tu inocencia.
He venido por la turgencia de tu cuerpo.
Soy yo el que ahora la hace sentarse en el sofá.
Le chupo los muslos. Disfrutando de la tensión que su piel tersa, blanca y lechosa no sabe disimular.
Incrusto mi nariz en sus ingles. Me embriago con el olor de su coño.
Mis dedos empiezan abrirse camino por sus entrañas y mi boca lame el fin de la piel blanca y sedosa.
Mi lengua detecta el cambio de piel, ahora se va tiñendo a tonos más oscuros, más rugosos.
Lengua, flujo, vello y saliva se dan un festín.
Debe ser esto de lo que hablan los poetas.
Me faltan manos.
Se retuerce y gime.
Se sienta sobre mí.
Noto cómo la nota.
Suelta un «déjame a mí», como si supiera, como queriendo demostrar que sabe.
Se contonea, se estira sobre mí, y brinca.
La doy la vuelta.
Su culo queda expuesto.
Abro sus piernas. Bajo sus hombros.
Y la meto.
Y bombeo. Y la bombardeo.
Terrible.
Las piernas nos fallan a los dos.
Hay tembleques.
Hay risas.
Nos besamos.
Al final era más fácil. No hubiese hecho falta disimular las edades, ni la suya ni la mía.
Porque ya puestos… Lo que importa son las ganas.
Y en ganas tenemos 20 años. Los dos.