Uno. Dos árboles. Tres árboles verdes. Cuatro árboles y nada. Cinco tristes árboles abandonados, rápidamente. Seis, y ya perdí la cuenta. Avanzo sin detenerme por las estaciones marchitas. Dina dijo dormida: vos encontrarás el hotel fácilmente. Desde entonces supe que no se preocuparía por esto. Por eso tomé la decisión de venir, y morir aquí.
En la primavera del 63 mi padre se pegó un tiro. Se puso un traje nuevo y se disparó viéndose fijamente al espejo. No hubo flores ni canciones ni despedidas; mamá no me permitió ir al funeral.
Aunque nunca pude ver su cadáver, toda la vida he soñado con su cabeza destrozada.
Mi padre fue un buen hombre: siempre cantó en la calle, siempre se emborrachó sin quejas. Siempre hizo silencio; a diario se levantaba temprano y regresaba tarde, a veces cansado, a veces triste.
En este cuarto de hotel me veo al espejo y no distingo la cara borrosa de mi padre.
Dejamos de pronunciar su nombre; olvidé cuándo era su cumpleaños y desde entonces usé el apellido de mi madre.
Somos uno, viejo; escribiste en mi frente el signo de Caín y me condenaste a vagar maldito y sin rumbo.
En la vieja casa, en la biblioteca, había una caja amarilla, escondida, con la Magnum 44 que te voló los sesos. Cuando mamá salía a trabajar, siempre sacaba la pistola y apuntaba al espejo; quería matarte otra vez; o quizá traerte de regreso.
Luego vino el alcohol y empecé a seguir tus pasos como un ciego; el hilo de la telaraña fue tejiéndose hasta enmarañarme despiadadamente.
A mí me ha perseguido la muerte: en Budapest la vi, tomándose un café; en Barcelona, fumaba un cigarrillo; en Guatemala, salía a trabajar.
Hoy me seguía de lejos; por el lado izquierdo del camino, entre todos los edificios altos y ajenos que fuimos dejando para venir hasta aquí.
Quise perderla; fui conduciendo en círculos, así como he vivido, pero cada vez que veía hacía atrás, estaba ahí, vestida con el traje de mi padre.
La habitación está sucia, (quisieron convencerme de lo contrario); el bombillo parpadea soñoliento, hace frío y la ventana no es suficiente para ventilar el humo del cigarro.
Padre, no es tu culpa esta habitación sucia; yo he vivido lo suficiente como para saber que todos estamos muertos; yo he vivido lo suficiente como para morirme.
A veces, cuando estoy borracho y solitario, hablo con tu acento y canto tus canciones preferidas y la Magnum 44 tambalea y me llama la muerte con tu traje. Hoy es uno de esos días: hoy estamos nosotros cuatro; la habitación da vueltas, todo se desmorona y una larga línea de perdedores, de guatemaltecos fracasados, quizá termine hoy.
Soy privilegiado: vivo en un país violento; con más muertes que nacimientos y con la necesidad florida de ver sangre, como nuestros antepasados; pero aún estoy vivo, buscando la muerte.
Apagué la luz y dejé que el reflejo del crepúsculo fuera el único testigo; tomé el arma; empecé a contar los días en el calendario y los pasos en las carreteras.
El disparo se escuchó como un trueno, como la vela que se apaga, como el día que se acorta al contraluz de la carretera en un cuarto frío en la carretera 32.