Carla

El sitio, la planta baja de un tugurio de Chueca.
Un actor pasado ya de moda, al que sólo recuerdo haciendo de sátiro con una niña.
Una chica, de espaldas, rubia, pelo por debajo de los hombros, descolocado, camiseta de tirantes negra, vaqueros ajustados.
Sentada en un taburete alto. Mueve nerviosamente la pierna derecha. Parece seguirle el juego al actor viejo y casposo.
El ríe y al reír se le ven los empastes. Su boca parece oler a cenicero.
Tiene los dientes feos, amarillos. Pienso en el asco que ha de dar besar a alguien así.
El actor se levanta y se pierde dando tumbos por el pasillo que conduce a los servicios.
Ella se incorpora, asomándose a la barra para hablar más de cerca con la camarera.
Tiene buen culo, lleva un tanga granate.
Veo su cara por primera vez. Unos 40 años, curtida.
Va pintada en exceso, el rímel de sus ojos tiene tropezones. El carmín le mancha algún diente.
Se siente observada, me mira y sonríe.
El actor vuelve, pero ella es la que se levanta y va al servicio.
Cuando se cruzan veo cómo se pasan algo de la mano de uno a la mano de la otra.
Unos minutos después ella sale tocándose la nariz.
La camarera le dice algo al actor que hace que este se ponga una chaqueta y se vaya.
Qué coño le habrá dicho?
La chica vuelve y ni siquiera pregunta por él.
Sujeta la copa con toda la mano, dando pequeños golpes contra la barra a modo de percusión siguiendo el ritmo de la música.
Canta Christina Rosenvinge:

“Tal vez no debí dejar
que jugaras con mi falda.
Qué difícil es guardar
la distancia adecuada”…

Me vuelve a mirar girándose por completo hacia mí.

—Vienes mucho?
—No, la verdad es que esta es la primera vez.
—Me suena tu cara.
—Bueno… Hay gente que dice que les recuerdo a Lobezno.

Le hace gracia el chiste fácil. Se ríe.
Su risa esconde diabluras. No tiene nada de inocencia, es guapa, pero se le ven las marcas de una vida difícil. Aun así resulta muy atractiva.
Me fijo en sus manos, cuarteadas, grandes, mal cuidadas. Con los poros de la piel muy abiertos.

—Me llamo Carla, y tú?
—Unai.
—Unai? Qué nombre más raro, no?
—Es vasco aunque yo soy de Madrid.
—Te queda muy bien la barba.
—Gracias.

Hablamos del actor que resulta ser el padre de la camarera. Con esa información mato mi curiosidad de saber qué le dijo para que se fuera de esa manera tan repentina.
“Vete de aquí, papá, que ya estas borracho y haciendo el gilipollas”.
Por un momento pensé qué sentiría al ver en una peli a su padre metiéndole la mano en el coño a una niña. Cuando la peli se estrenó la camarera sería una niña…

—Así que estás divorciada y con dos hijos?
—Bueno, un niño y una niña, de 10 y siete años.
—No te pega nada la palabra divorciada.

Ríe y en ese instante sé que a poquito que me lo curre, la tendré no tardando mucho en mi cama.
Pienso que seguro que folla de maravilla, está buena y tiene ganas… Todo muy prometedor.

—Pues, ya ves, divorciada y con críos… Vaya braguetazo que has dado, eh?

Ahora el que ríe soy yo.

—Nos vamos? Conozco un sitio cerca de aquí en el que podemos tomar otra más tranquilos.
—Bueno, pero no quiero acabar muy borracho, mañana tengo quehaceres…
—Quehaceres?

Me mira. Ríe.

—Vaya palabras usas… Me encanta!

Al salir me dice que ese es un bar que frecuenta mucho, que la conocen y que se sentía observada.
En el otro bar seguimos bebiendo y bebiendo.
Me ofrece coca. Le digo que no quiero.
Ella va al servicio un par de veces más.
Las risas empiezan a convertirse en carcajadas, los besos, en morreos.
Vuelve a ir al servicio y al volver la veo como transformada, su semblante ha cambiado, tiene el pelo sobre la cara. Me fijo y está medio llorando.

—Pasa algo?
—No, nada, perdona, es una tontería.
—Sin miedo, dime, qué ocurre?

Y sin más, de repente, se abalanza sobre mí y deja caer su cabeza.
Se pone a llorar…
La confusión se apodera de mí y no termino de entender lo que pasa.

—Te ha pasado algo cuando estabas en el servicio? Te han dicho algo?
—No, no, sólo me ha dado un bajón. Tú tienes coca? Quiero coca.
—No. No tengo.
—Lástima.

Parpadea mucho, muy deprisa.
Intenta evitar mi mirada.

Me cuenta que es bipolar, pero qué está mucho mejor.
Me habla de tratamientos y de médicos, de juicios por la custodia de los niños, de desconfianza, de rechazos…
Al hablarme de todo esto me doy cuenta de que todas esas cicatrices tienen su razón de ser. Posee ese tipo de belleza maldita que podría arrastrar a un hombre hacia la locura. Su fatal magnetismo es demoledor, te dan ganas de tirarla allí mismo al suelo y follártela a lo bestia.
Ganas de oír cómo gime, cómo grita.
De ver cómo se retuerce más que sus propios pensamientos.
Siempre pensé que la mujer que sufre llega al sexo más descarnada.

—A veces tengo tendencias suicidas.
—Suicidas?

Su mirada es turbia, atormentada.

—A veces pienso en tirarme del puente que cruza la autopista. Para que se me quiten las ganas de tirarme, antes de cruzarlo me quito las bragas.
—Te quitas las bragas?
—Sí. Sé que sin bragas jamás me tiraría. Jamás dejaría que mis hijos pasaran la vergüenza de que todo el mundo viese a su madre sin bragas…

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Hoy por la mañana, al despertar he leído la prensa y un crujido me ha recorrido el cuerpo cuando he visto la noticia: “Una mujer se tira del puente tras sufrir un ataque de pánico al huir de un perro”.

El periódico decía que la chica salió corriendo porque un perro la seguía y, en mitad del puente y de manera repentina, saltó al vacío.

Esta vez, no le dio tiempo a quitarse las bragas.

bluebird Comunicación
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